Desde la Semana Santa de 1992, cuando el mosén Ignasi Segarra tuvo una iluminación y decidió que había que canonizar al arquitecto Antoni Gaudí, lleva funcionando en Barcelona una asociación que persigue con notable resiliencia ese objetivo. Dicha asociación ha sido noticia últimamente porque su mandamás, el también arquitecto (y especialista obsesivo en la obra gaudiniana) José Manuel Almuzara Pérez ha presentado su dimisión ante lo que considera unas injerencias insoportables de la clerigalla local, representada por el arzobispo Omella. Plantea el hombre la situación como un rifirrafe entre laicos piadosos y curas que no están dispuestos a que alguien ajeno al asunto de fabricar santos se meta donde no le llaman, pues se supone que para decidir quien merece la canonización y quien no, ya están ellos, que acumulan siglos de experiencia al respecto.

Me resulta ligeramente pasmoso que, mientras tenemos Catalunya, España, Europa y el mundo entero hechos unos zorros, haya quien dedique lo mejor de su tiempo a hacer santo a Antoni Gaudí. Y, además, si no me equivoco, para que te hagan santo necesitas haber obrado algún milagro, y me temo que no es ése el caso del genial arquitecto. Ya sé que pagando san Pedro canta y que hay maneras de acelerar beatificaciones y canonizaciones. Recordemos el caso de monseñor Escrivá de Balaguer. El Opus Dei se retrató convenientemente en el Vaticano (aparte de mover allí a todos sus infiltrados) y el cura baturro, que era una especie de Paco Martínez Soria con sotana, se convirtió primero en el beato Josemaría y después en San Josemaría. Puede que hubiese gente esperando la santidad desde el siglo XIII, pero como poderoso caballero es Don Dinero, monseñor Escrivá de Balaguer se saltó la cola y se convirtió en santo súbito. Hubo que inventarse un milagro, pero se hizo y santas pascuas.

Inventarse un milagro para Gaudí va a costar un poco más, motivo por el que los defensores de la propuesta se centran en los valores religiosos del arquitecto, desperdiciando la posibilidad de argüir que dejarse atropellar por un tranvía que se desplazaba a velocidad de tortuga puede tener algo de milagroso. En cualquier caso, me temo que esta insistencia en la beatificación de nuestro mayor imán para turistas es la obsesión particular de un grupo de emprendedores meapilas de la localidad, que no me extrañaría que fuesen los mismos que están empeñados en construir la Escalinata de la Gloria, aunque para eso haya que echar abajo varias manzanas del Eixample y dejar en la calle a un número indeterminado, pero tirando a alto, de inquilinos.

Me resulta ligeramente incomprensible que una asociación como la que pretende santificar a Gaudí lleve dando la chapa desde los tiempos de la olimpiada barcelonesa. Aunque ahora la Iglesia se las tenga con el señor Almuzara por un quítame allá ese santo, lo normal es que, desde un principio, hubiese desalentado los esfuerzos beatificadores, recordando a sus responsables que Gaudí fue un arquitecto peculiar, personal y con un punto visionario que puede resultar fascinante, sí, pero no alguien susceptible de que se le otorgue la santidad. Insistir en ella es, con perdón, mear fuera de tiesto: que yo sepa, a nadie se le ha ocurrido beatificar a Frank Lloyd Wright, que también diseñó unos edificios magníficos. Proponer hacer de Gaudí un santo súbito es, directamente, meterse donde no te llaman.

Preferiría, francamente, que la asociación santificadora promoviera la excomunión de todos los que, en el curso del tiempo, han ido afeando a conciencia el proyecto original del señor Gaudí (como el hombre trabajaba sin planos, aquí se ha cometido todo tipo de atrocidades estéticas sobre la idea inicial, hasta el punto de que la actual Sagrada Familia es una enorme mona de Pascua que no ha levantado cabeza desde que Subirachs fue escogido por Jordi Pujol para fabricar ángeles tiesos y otros aditamentos de gusto discutible).

A Dios lo que es de Dios y al César (o a Gaudí) lo que es del César (o de Gaudí). La beatificación de un arquitecto es una idea de bombero y me da igual quien la defienda, si el señor Almuzara o altos cargos de la clerigalla. De todos modos, todos saben lo que hay que hacer para que Antoni Gaudí se convierta en santo: apoquinar en el Vaticano, como hicieron los fans de San Josemaría. Y si están más tiesos que el Barça de Laporta (y a matar entre ellos), me temo que el pobre Gaudí va a acabar haciendo compañía a esos muertos de hambre del siglo XIII que llevan esperando su gran momento desde entonces.