El Ayuntamiento de Barcelona anuncia la contratación de “agentes cívicos” para diferentes funciones. Una de ellas, controlar que los ciclistas y patinetistas no circulen por las calles en las que lo tienen prohibido. No por el gusto de prohibir, sino porque resultaría peligroso para los peatones, dada la estrechez de la vía. También se encargarán de que no se vaya en patinete ni en bicicleta por los pasillos del mercado de la Boquería. Es decir, tienen como función evitar que los desaprensivos hagan lo que no deben hacer, poniendo en peligro a otras personas. Salvo cuando circulen por las aceras. Ahí la cosa seguirá igual, por lo menos hasta que los peatones decidan invadir las calzadas.

Lo de los agentes no es nuevo, los ha habido en el pasado con tareas apasionantes, todas del mismo jaez: actuar donde no lo hace la autoridad responsable.

Pero corren tiempos convulsos y la resistencia a la autoridad empieza a ser norma. Cualquiera que utilice el metro habitualmente ha podido ver que, en general, no hay revisores que comprueben si se viaja con billete o con el billete adecuado. Porque entre los que se saltan las barreras y los que utilizan la tarjeta rosa del abuelo se pueden llenar varios vagones cada día. Pero a veces sí hay controles. Los empleados actúan en grupos de una media docena y realizan sus funciones, más que en los vagones, en los pasillos de las correspondencias. Lo de trabajar en grupo no se hace en razón de mejorar la eficacia, sino para evitar que algunos incívicos arremetan contra ellos. No sería la primera vez. En el tranvía del Besòs es el pan de cada día: a la que se le pide a alguien que muestre el título de transporte, se lía. A veces con consecuencias de pronóstico reservado.

Pensar que se puede frenar a un desaprensivo con buenas palabras es, en el mejor de los casos, el producto de una indigestión de Rousseau, leído con cierta prisa. La izquierda vive abonada al buenismo: todo el mundo es bueno, pero el sistema pervierte, sobre todo, el capitalismo salvaje actual. Ahora ya menos, pero tiempo atrás, incluso se justificaba el derecho a resistir con violencia, ya que se trataba de dar respuesta a la violencia sistémica.

Que el capitalismo es un sistema de explotación a veces violento no merece discusión. Y no es de ahora. Ya Shakespeare puso en boca de Shylock: “Me quitas la vida al quitarme los medios de que vivo”. El avance de la ultraderecha (a la que han votado algunos explotados) busca, en parte, legitimar esa apropiación, base de la explotación y que el Estado no pueda intervenir para mitigarla. Los “libertarios” como Trump, Milei o Díaz Ayuso (salvando las distancias que haya que salvar) se envuelven en la bandera de la “libertad”. Para ellos, como sugirió el filósofo Robert Nozick (al que probablemente no han leído) el cobro de impuestos no es más que un robo perpetrado por parte del Estado. Un expolio sobre el fruto del trabajo personal. Lo que no impide que los empresarios reclamen inversiones públicas en carreteras que lleguen hasta la puerta de su fábrica. Pagadas por todos, por supuesto.

Pero a esto se le combate desde la ley, no desde el sálvese quien pueda. Colarse en el metro, circular en bicicleta o patinete de forma amenazante para los peatones no forma parte de la oposición al sistema. Dicho sea de paso, cortar las vías de tren para conseguir la independencia, tampoco. Son actitudes inaceptables y violentas a las que debe enfrentarse la autoridad competente, no un agente cívico (puede comprobarse su escasa utilidad los fines de semana en la carretera de Sants) sin más armas que la palabra y el mensaje de buena voluntad. Lo de “paz a los hombres de buena voluntad” que recoge el Evangelio ha servido para poco, cuando no ha sido utilizado por el poder para justificar la Inquisición contra los hombres de voluntad, en su opinión, perversa.

Alguna gente circula como quiere y hace lo que le da la gana porque puede, ya que nadie se lo impide y porque le es más cómodo y fácil. Ya lo explicó Platón con el mito de Giges: si haciendo el mal a otro me beneficio y tengo la seguridad de que no me va a pasar nada, lo hago y punto. Y, se mire por donde se mire, toparse con un agente cívico es lo más parecido a la nada.