El pasado 27 de abril falleció el filólogo Francisco Rico. Aunque nacido en Valladolid, Rico, casado con la filósofa catalana Victòria Camps, había vivido la mayor parte de su vida en Catalunya. En Sant Cugat del Vallès, para ser precisos. Estudió en la Universitat de Barcelona (UB) y fue catedrático de Literatura Española en la Universitat Autònoma (UAB). Salvo cuando era invitado por universidades de medio mundo a dar charlas y clases, vivió y trabajó toda su vida en el Área Metropolitana de Barcelona (AMB), a uno de cuyos idiomas (el castellano) representaba como miembro de la Academia de la Lengua Española.
Pero no se trata de glosar los méritos de uno de los más reputados hispanistas del mundo, autor de diversos textos que han contribuido a formar a generaciones de estudiosos y seguramente el mejor especialista en Cervantes, cuyo Quijote vivió alguna aventura en Barcelona. En su momento lo hicieron, y muy bien, algunos de sus discípulos y amigos: el escritor Javier Cercas, recién nombrado miembro de la RAE, donde ya no coincidirá con uno de sus maestros; el presidente de la Federación de Gremios de Editores, Daniel Fernández, o Andrés Trapiello, poeta y también editor. Otros muchos escribieron sobre la importancia de su figura. En cambio, las instituciones catalanas, no sólo no escribieron, sino que muchas de ellas, como señalaba hace unos días la periodista Rosario Fontova, callaron.
La referencia más destacada de Sant Cugat fue una nota (correcta sin más) en la publicación municipal. De otras instituciones catalanas no se tiene noticia. Se diría que los herederos del legado de Jordi Pujol (legado que no se sabe bien si incluye el 3% famoso) no han asumido aquello tan bonito de que es catalán quien vive y trabaja en Catalunya. Salvo que hubiera una coda añadida y secreta, desvelada en su día por José María Valverde. Reza así: “A condición de que no escriba en castellano”.
Porque el silencio institucional sobre Francisco Rico no se debe a su origen y, posiblemente, tampoco a que se tomara el independentismo a broma, sino a que escribía en castellano. Y muy bien, por cierto.
Lo de tomarse a broma a los independentistas era casi un elogio, dada su tendencia a la distancia y a la ironía. En una ocasión dedicó un libro a “Pacolete”, es decir, él mismo. Y de sus intervenciones públicas es famosa una en la que criticaba las restricciones al tabaco. Terminaba aclarando que su defensa tenía un valor añadido, ya que él no era fumador. No faltó quien le recriminara la afirmación porque Rico era fumador empedernido. La respuesta fue metaliteraria, quienes le acusaban de mentir no habían entendido un hecho que recorre toda la literatura contemporánea: la distinción entre el narrador y el autor.
Sea como sea, la palabra de Francisco Rico se mantiene viva en los libros y ensayos que dejó, al lado del silencio de un nacionalismo catalanista que, si un día fingió ser integrador, se va mostrando cada vez más como un factor de disgregación. Son secesionistas hasta en casa, donde separan la mies (ellos) de la cizaña (los que no piensan ni hablan como ellos). Están a un paso de afirmar que los que usan el castellano, lengua tan oficial como el catalán, son meros bárbaros, aunque no procedan del norte sino del sur. De hecho, algunas de las camadas del nacionalismo, las agrupadas en torno a Aliança Catalana, ya lo han hecho con decisión. Es casi justicia poética que la formación comparta cama en el grupo mixto con la CUP, antes xenófobos que de izquierdas.
Quizás sea un buen momento para recordar que las piedras no hablan (aunque en Catalunya votan gracias a una ley electoral española, ante la incapacidad de los parlamentarios catalanes para redactar otra). En Cataluña se habla catalán y castellano (además del aranés) y es así desde hace siglos. Que se sepa, Boscán escribió sus sonetos en castellano, aunque igual sale un día un grupo de esos subvencionados pra inventar el pasado y asegura que Boscán era miembro de la Guardia Mora.
Identificar territorio e idioma no resiste ningún análisis empírico. En Europa casi todos los Estados tienen varios idiomas, desde España hasta Francia, Reino Unido, Suecia, Noruega, Finlandia, Rusia y algunos más. Otros comparten idioma con los vecinos: Austria con Alemania, igual que Suiza, que tiene amplias zonas donde predomina el francés o el italiano. Lo que, al menos de momento, no se da en esos pagos es el odio a la lengua más hablada, con frecuencia común al conjunto. Y ése es un elemento esencial del nacionalismo catalán: no se construye en positivo, sino a base de negación y rechazo. Igual hay suerte y, ahora que está de actualidad, leen a Chomsky y se enteran de que todas las lenguas tienen la misma dignidad.
Mientras eso llega, el nacionalismo carlista se empeña en rechazar incluso la inteligencia. Valga como muestra el silencio institucional sobre Francisco Rico.