El road show de Fórmula 1 celebrado esta semana en Barcelona, ha pillado por sorpresa a todo el mundo. Muchos lo han bendecido porque, al fin y al cabo, se trata de espectáculo gratuito en medio de la gran ciudad, esparcimiento con toques de lujo en medio de la urbe global para satisfacción de una parte de la población y, sobre todo, por unos turistas necesitados de sorpresas y giros continuos de guion para combatir el tedio inherente a esta actividad.
Un acontecimiento a mayor gloria de la marca de la ciudad en la cotización internacional respecto a “dónde se debe de ir” y, sin duda un intento de reforzar los grandes premios de motor del circuito de Montmeló a los que las ansias de aspirar a todo tipo de eventos por parte de Madrid se están viendo en peligro. Ser una referencia de grandes eventos internacionales está resultando muy caro debido a la creciente competencia de las que pretenden ser ciudades globales. Madrid llegó tarde a ello, pero ponen todo su empeño con profusión de medios públicos y privados. No se quiere perder la batalla simbólica frente a Madrid, capital que a partir de Aznar ha decidido absorberlo todo en el sur de Europa y así, además, acabar con el llamado “problema territorial” en España.
Grandes eventos deportivos del motor, del tenis, mundiales de lo que sea, ingente promoción turística intentando seguir el “modelo Barcelona” pero con toda la potencia que le da ser capital de Estado... Resulta muy discutible que justamente Barcelona deba jugar a ello. Esto es pasado más que futuro. No se requiere reforzar la marca turística, más bien al contrario, y Barcelona debería tener otras prioridades en beneficio de sus ciudadanos. Puede resultar una perogrullada, pero las ciudades, antes que nada, son para vivir en ellas y deben estar al servicio del bienestar de sus ciudadanos.
La demostración de Fórmula1 en el Passeig de Gràcia ha tenido efectos y costes reales en la ciudad, pero, al mismo tiempo, contiene una potente carga de significado. Los trastornos de la movilidad han resultado evidentes en un espacio tan central, como unos presupuestos de obras que, en este caso, han encontrado recursos municipales y un calendario de urgencia. Puede que tanto barceloneses como turistas estén encantados por el espectáculo adicional, pero la justificación tan difícil como justificar el mal gusto exhibido.
Los trombos del Austin Martin de Pedro de la Rosa serán una imagen recurrente para definir el actual mandato municipal. Algo más bien poco progresista, un tiro al pie para un relato de izquierdas. Cultura del entretenimiento y un mensaje de que la privatización del espacio público no tiene ningún problema. Un deporte de clases altas para disfrute de sectores acomodados que son lo que siguen sus grandes premios por todo el mundo. El elitismo por bandera y desposesión de la ciudad a quienes la habitan. Mientras, a unos cientos de metros, en Ciutat Vella, la suciedad, marginalidad, pobreza y exclusión campan libremente. Esto es la ciudad neoliberal, claramente segregada y deshumanizada. ¿Este es el modelo de ciudad que necesita Barcelona? Algo no encaja.
Barcelona ha simbolizado durante treinta años un referente como ciudad de cultura, abierta, mediterránea y cosmopolita. Imaginada como un gran spot de Estrella Damm. La ciudad ideal una vez descubrió el mar y empezó a quererse con Pasqual Maragall. La turistificación más vulgar, ha sido su consecuencia, lo que le ha llevado a morir de éxito en tanto que ciudad de residencia. Ya no es para los que viven, quienes no pueden pagarla ni sostenerla. Juega la liga de ser representación y escenario, símbolo del globalismo dominante y del imperativo de la movilidad. El proyecto de ciudad que se deriva de las acciones públicas es el de acentuar ese papel. El mundo actual, más que por territorios, está conformado por ciudades. Grandes urbes que reúnen a buena parte de la población, que configuran un nódulo en los flujos globales de recursos, información, tecnología y conocimiento.
Las ciudades globales (Londres, París, Barcelona, Nueva York, Madrid, Amsterdam...) aspiran a todas las energías de los territorios a los que no dejan ni población, ni oportunidades y menos protagonismo. Los estados-nación son ya una especie de rémora antigua. La competencia global es entre ciudades, las cuales pugnan por hacer de escaparate y atraer turismo de élite y economía del conocimiento, aparte de ser un referente de cultura y de grandes eventos mundiales.
A menudo, detrás del esplendor que brindan hay muchas miserias, sufrimientos, expulsiones de la población hacia los márgenes y los problemas irresueltos son multitud. Barrios degradados que coexisten con procesos de gentrificación, falta de viviendas, turistificación insoportable, falta de servicios, pérdida de bienestar de sus ciudadanos, déficit de atención... Tras las lentejuelas de resultar ciudades deseables y deseadas, de representar el cosmopolitismo y la modernidad, hay gente que tiene que irse, las bolsas de miseria aumentan o no hay actividades económicas más allá del turismo.
Las ciudades han pasado a ser para sus dirigentes y por las clases dominantes que cortan el bacalao, meros escenarios en los que exhibir grandezas que, en realidad, no se tienen. Destinos obligados en un mundo de movimiento acelerado y continuado en la conquista de fotografías para colgar en Instagram. Ciudades que, como las estrellas brillantes del music-hall, tienen una triste historia y una deprimente realidad cuando descienden del escenario.