Un juzgado de Barcelona acaba de declarar ilegales las obras de reforma de la Vía Laietana que puso en marcha Ada Colau cuando estaba al frente del ayuntamiento de Barcelona. Lo ha hecho atendiendo a las quejas de la Cámara de Concesionarios de Infraestructuras, Equipamientos y Servicios Públicos, que sostiene que el ayuntamiento no disponía de las competencias necesarias para meterse en semejante fregado (en beneficio, se supone, de todos los barceloneses, a los que parece que hay que guiar hacia lo que realmente necesitan, aunque ellos crean que no lo necesitan: véase la actual reforma de la Rambla, que muchos no sabemos para qué sirve).

Llueve sobre mojado, pues la justicia ya declaró ilegales los ejes verdes de las calles Consell de Cent, Rocafort y Comte Borrell (el primero se ha quedado como está porque era peor el remedio que la enfermedad: devolverle su estructura original costaría un ojo de la cara; de los otros dos, no tengo noticias). El alcalde Collboni dice que recurrirá la decisión judicial con excusas muy similares a las de los comunes (o sea, el beneficio para la ciudadanía y sus machacados pulmones), pero tengo la impresión de que lo hace para ahorrarse un dinerito (y ahorrárselo al sufrido contribuyente).

En cualquier caso, estas decisiones judiciales dejan claramente al descubierto, por si alguien no se había percatado, la manera que tenía Ada Colau de ejercer el poder municipal, que era como una especie de despotismo ilustrado, pero sustituyendo la ilustración por una mezcla de ignorancia y soberbia. O sea, una suerte de despotismo buenista del rancio modelo expresado en la sentencia Quien bien te quiere te hará llorar. Como si los barceloneses fuésemos todos una pandilla de badulaques insensibles, Ada tomaba siempre las decisiones que más creía que nos convenían (aunque sin tomarse la molestia de consultarnos). Ahora ya no es la alcaldesa de Barcelona y, además, vive un momento especialmente bajo en su partido, pero nada nos libra de su legado urbanístico (por no hablar de su boicot al trabajo policial, su amor a los okupas y demás actitudes supuestamente progresistas).

Hace tiempo que no bajo hasta la Vía Laietana, pero la última vez que estuve por allí, a la altura del Palau de la Música, aquello se había convertido en un sindiós en el que era imposible pillar un taxi. En cuanto a Consell de Cent, sí, ha quedado una arteria peatonal muy mona (aunque hay ciclistas, motoristas y automovilistas que la cruzan sin que nadie los ejecute en el acto, como merecerían), pero todo su tráfico se ha trasladado a la calle Valencia, que se ha convertido en una especie de Sunset Boulevard en hora punta. Por no hablar de que tanta belleza ha contribuido a que todo el mundo quiera vivir en Consell de Cent y se hayan incrementado notablemente los precios de los pisos en venta o de alquiler. En cuanto a la reforma de la Rambla, la eliminación de un carril de bajada no me parece un buen augurio de lo que nos espera, pero supongo que, para la señora Colau, todo lo que fuera entorpecer el tráfico rodado le parecía lo más progresista y sostenible del mundo.

En esta ciudad, cada alcalde cultiva sus propias tendencias. En los años 60, el inefable José María de Porcioles (y sus secuaces) trincaban lo que podían con el beneplácito del Caudillo (es célebre la re pintada de semáforos recién pintados a cargo de una empresa relacionada con el señor alcalde). En el siglo XXI, esos analfabetos pretenciosos que atienden por los comunes han intentado salvarnos de nosotros mismos, que es una costumbre muy española, practicada desde Franco a Pedro Sánchez y pasando por José María Aznar o Jordi Pujol. Ya no están al mando del consistorio, pero sus ideas (de bombero) permanecen porque cuesta una pasta gansa desactivarlas.