El aeropuerto de Barcelona-El Prat se encamina hacia un verano caliente. Es un hecho contrastado que la ampliación del aeródromo catalán se encuentra en “estado de hibernación”, sin novedades en el horizonte, pero lo cierto es que la vida sigue y la actividad en El Prat no se detiene. Sin ir más lejos, en la presente temporada de verano, el aeropuerto acogerá la operación de 50 rutas intercontinentales con destinos de alrededor del Mundo. Ante esta realidad, dura realidad, se me ocurren algunas cuestiones que pueden poner a prueba el funcionamiento de la instalación barcelonesa.

La primera cuestión con la que topará el aeropuerto este verano es la falta de capacidad, no de pasajeros, sino para acoger más aeronaves de fuselaje ancho, las que operan las rutas de larga distancia, en la terminal 1. En términos prácticos, esto se concretará en una falta de puntos de estacionamiento, también conocidos como “finguers”, para los aviones más grandes. Tanto es así, que algunas compañías que vuelan a destinos de ultramar se han visto obligadas a operar desde la terminal 2, destinada tradicionalmente a compañías de bajo coste como Ryanair, Easyjet o Norwegian.

Es una extraña combinación, pues los pasajeros de largo radio tienen unas necesidades distintas de los que vuelan a destinos más cercanos. Ello nos lleva a la segunda cuestión que debe preocuparnos: la falta de una terminal específica para los vuelos intercontinentales y de largo radio. Todo aeropuerto que se precie tiene una terminal consagrada al pasajero que viaja lejos y a sus necesidades específicas. La extraña mezcla, fruto de la situación de ”emergencia” que vive El Prat, de pasajeros de corto radio y de pasajeros intercontinentales es, hasta cierto punto, incompatible. Los primeros, suelen abandonar las instalaciones aeroportuarias con rapidez. Su paso por el aeropuerto, cuanto más efímero, mejor. En cambio, aquellos que vuelan al continente americano, asiático o a otros destinos de largo radio suelen pasar más tiempo en las terminales, y también tienen otras necesidades que hay que satisfacer, tales como la demanda de una mayor oferta comercial, de entretenimiento o de alojamiento. Por tanto, mezclar las dos tipologías de pasajero no parece la mejor de las opciones. Habrá que empezar a pensar seriamente en ello.

Pero hablemos de otra falta de capacidad que afecta directamente a la calidad del servicio ofrecido por el aeropuerto y que repercute diariamente en los pasajeros que transitan por él. Se trata del control de pasaportes, especialmente en los vuelos de llegada al Prat, sobre todo cuando coinciden varios vuelos procedentes de destinos lejanos con un número elevado de pasajeros que deben pasar por el control. Entonces se forma el caos, se crean largas colas ante los mostradores de control de pasaportes y todo el mundo se queja. Es una deficiencia recurrente que, con el incremento de las rutas de largo radio, ha ido a más en los últimos tiempos. Otra asignatura pendiente en la que conviene ir pensando.

El aeropuerto del Prat, pese a lo puedan pensar algunos, se está transformando en un aeropuerto global. Las 50 rutas intercontinentales de este verano así lo ponen de manifiesto. El tránsito hacia una instalación cada vez más internacional nos obliga a interrogarnos seriamente sobre la conveniencia de llevar a cabo una ampliación cada vez más necesaria: una ampliación que debe poner en juego una mayor capacidad del campo de vuelo, de las pistas, pero también de las terminales del aeropuerto. Y es que el 2024, de ir todo como hasta ahora, terminará con más de 55 millones de pasajeros, o lo que es lo mismo, llegando al límite de la capacidad teórica de la instalación. Ante esta situación, el bloqueo permanente de una ampliación totalmente necesaria se convierte en una estratagema política de escaso recorrido y de efectos muy negativos sobre el usuario final.

Los próximos meses serán decisivos para el devenir de la segunda infraestructura más importante de Catalunya, y ante ello nuestros responsables políticos no deben, ni pueden, mirar hacia otro lado.