En el año del Señor de 1992, cuando Barcelona se convirtió en sede de unas olimpiadas, vino al mundo en esa ciudad Óscar Pierre Miquel, quien resultó ser un avispado muchacho que a los 22 años creó una empresa de éxito, Glovo, dedicada al reparto a domicilio de comida y otros asuntos de interés para cualquiera que no mostrase mucho interés en salir de casa.
Actualmente, Glovo está presente en veintiséis países y constituye claramente una muestra de éxito profesional. Como suele suceder en estos casos, el señor Pierre hizo su fortuna a la manera del burgués tradicional: pagando poco para ganar mucho. Sus trabajadores fueron bautizados como “riders”, ya que todo suena mejor en inglés, pero a algunos siempre nos ha parecido que lo de “rider” era un eufemismo de “esclavo”: basta con cruzarse con los empleados del señor Pierre por Barcelona (en moto, ciclomotor o bicicleta, vehículos que han de poner ellos porque el jefe no está para despilfarros absurdos), ver las velocidades a las que se mueven para acumular cuantos más pedidos mejor, observar que suelen ir sudando la gota gorda y comprobar, a veces, que pueden acabar siendo atropellados y hasta irse al otro barrio: pensemos en el nepalí que falleció de esa manera en Barcelona en mayo de 2019 o en el “rider” que tuvo un destino similar en Florencia.
El truco del señor Pierre para lucrarse ha sido siempre el mismo: la contratación de falsos autónomos con los que se ahorra molestos pagos a la seguridad social. La justicia cree que los “riders” son trabajadores por cuenta ajena a los que se hurtan sus derechos, pero el bueno de Óscar sostiene que son currantes por cuenta propia. Esa diferencia de criterios le ha causado ya algunos problemas: en 2020 hubo un motín de “riders” por la falta de medidas anti covid; y en 2022, nuestro hombre encajó una multa de 79 millones de euros a causa de su muy peculiar manera de entender lo que es un trabajador autónomo.
Actualmente, Oscar Pierre se enfrenta a un nuevo problema por el tema de siempre. Si es declarado culpable (de explotación, diría yo) puede enfrentarse a una pena de cárcel que oscila entre los seis meses y los seis años. No sé cómo se saldrá de ésta (hasta ahora, de rositas), ni si le sale más a cuenta apoquinar los milloncejos y seguir machacando a sus empleados, que suelen pertenecer a lo que se conoce como colectivos vulnerables. Glovo es la viva imagen del capitalismo desaforado, nada que ver con aquella modesta compañía llamada Ángel Servicio Nocturno que, en mi juventud, utilizaba mensajeros básicamente para llevar alcohol y tabaco a pisos en los que tenía lugar una juerga, preferentemente juvenil. Un amigo que pasó una temporadita ejerciendo de ángel nocturno recuerda esa época con cierto cariño: el sueldo no era ninguna maravilla, pero el trabajo carecía de la presión que sufren los actuales “riders” (por aquel entonces, mensajeros) y, que yo sepa, ninguno de ellos murió atropellado por conducir como un loco para reunir la pasta necesaria para no morirse de hambre en el cumplimiento del deber.
Nadie duda de que el señor Pierre es un capitalista ejemplar (si se me permite el oxímoron) y un emprendedor admirable. Pero tal vez debería ser un poco menos agarrado y acogerse a la legislación vigente. No es bonito pillar a un muerto de hambre (con perdón) que igual acaba de llegar de Bolivia, Pakistán o el Tíbet, exigirle que ponga él el vehículo y obligarle a jugarse la vida para reunir unos mangos. Práctico sí lo es, pero me temo que, moralmente hablando, denota cierta codicia y un notable desinterés por esas necesidades ajenas que te han hecho rico. La palabra no hace el oficio. Y puede que “rider” suena mejor que “esclavo”, pero yo, cada vez que me cruzo con un repartidor de Glovo, tengo la impresión de estar viendo a una víctima del sistema (otra más) del que se aprovecha un tío muy listo para forrarse el riñón.