El Ayuntamiento de Barcelona ha decidido analizar si los responsables de las obras de la Biblioteca García Márquez deben hacerse cargo de las reparaciones necesarias para eliminar las grietas que se han detectado. Y pagarlas. Se trata de un edificio inaugurado hace apenas dos años y que, por segunda vez, presenta problemas serios. A poco de su inauguración ya se detectaron goteras, un grave inconveniente en un lugar pensado para los libros. Las reparaciones rondan el medio millón de euros. Poco para el consistorio, pero un montón de dinero para la mayoría de las familias barcelonesas. De todas formas, habría que hacer lo mismo si se tratara de un céntimo. De hecho, es lo que ha ocurrido con una marca de productos de moda que organizó un desfile en el Park Güell con resultados catastróficos sobre piezas arquitectónicas y ornamentales. El arreglo ha costado mucho menos, unos 3.500 euros: no es el medio millón de la biblioteca, pero da igual. Debe pagarla quién la hizo.
La chapuza es una larga tradición en todas partes, pero algún día habrá que ponerle coto, porque repercute en el usuario. Y a ello tienen que aplicarse los poderes públicos. Para un particular que compre un coche que presente defectos de fábrica o un piso con problemas estructurales (y pasa con mayor frecuencia de lo deseable), pelear contra los fabricantes o la constructora es muy costoso y, en el mejor de los casos, lento. Las grandes empresas tienen abogados en nómina, de modo que un pleito no supone un coste excesivo. Incluso si pierden el juicio, las sanciones que imponen los jueces resultan apenas un pellizco en sus cuentas. Eso si no les da por ser muy comprensivos con el presunto delincuente y lo absuelven porque, si uno va en Ferrocarrils de la Generalitat, por ejemplo, y se topa con alguien que viste de una forma que no le gusta, ¿qué menos que amenazarle con partirle la cara? ¿Qué juez no haría lo mismo en defensa de sus propios valores estéticos, que son los buenos?
Que las administraciones públicas se planten y peleen por los derechos de todos abrirá camino en el futuro para el conjunto de la ciudadanía. Pero es que, además, tienen la obligación de defender el dinero público, es decir, el dinero de todos los ciudadanos que ellos administran y custodian. Si luego llega una mayoría parlamentaria y decide amnistiar que alguien se gaste en vicios el dinero de los servicios sociales, habrá que aceptarlo, pero lo verdaderamente lógico es que los políticos electos defiendan el dinero público y lo inviertan razonablemente. Y también que exijan que pague quien haga mal una obra (el caso de la biblioteca) o se comporte con desidia, como parece haber ocurrido en el Park Güell.
La Biblioteca García Márquez es verdaderamente una obra emblemática que ha sido reconocida en su valía arquitectónica. Además, contribuye a la transformación a mejor del barrio, nacido en los sesenta sin excesivos servicios. Y eso que en esa zona que empezó a crecer en los cincuenta, al estar próxima al Clot, ya urbanizado, se disponía de dos centros escolares de enseñanzas medias, elementos de los que carecía La Pau, un poco más lejana al centro.
Que hubiera dos institutos juntos responde a la concepción erótica del franquismo. Se separaba a los chicos de las chicas porque sus gerifaltes estaban convencidos de que el hombre es fuego y la mujer estopa y llega el diablo y sopla. Eran muy suyos con la entrepierna y el pecado. Juan Marsé tuvo problemas con la censura por utilizar la palabra “muslo”. Y es que, a lo que parece, el censor se cegaba con ese término. El censor era, por cierto, Carlos Robles Piquer, cuñado de Manuel Fraga. Ambos del PP, que de la mano de Vox recupera la vocación censora aquí y allá.
La voluntad del gobierno municipal de exigir que los desperfectos de la biblioteca los asuma quien corresponda, que desde luego no es el ciudadano, está en la línea de las medidas anunciadas contra los incívicos que se dedican a ensuciar la ciudad. Los barceloneses y los que visiten Barcelona tienen que hacerse responsables de sus actos. La verbena de san Juan supuso que quedaran en las playas 60 toneladas de basura, generadas por unas 70.000 personas. Es decir, cada uno de los asistentes dejó casi un kilo de porquería en tierra de nadie y de todos. Por supuesto que había que limpiarlo, pero ¿cuánto cuesta ese incivismo? Y ¿cuánto molesta al resto de la ciudadanía?
Ya se comprende que en una verbena es difícil controlar a tanta gente, pero en el caso de la biblioteca y el Park Güell los responsables son perfectamente identificables y localizables. Y, en su día, no hicieron las obras por amor a Barcelona, sino buscando un beneficio. Más aún, sería conveniente que indemnizaran a la ciudad por los inconvenientes, porque cuando es al revés bien que reclaman el lucro cesante.