El malestar existe en las grandes ciudades, las que resultan atractivas en todo el mundo. Su éxito lleva a miles de personas a visitarlas. Muchos deciden, incluso, quedarse como nuevos vecinos. Y los profesionales de distintos ámbitos anhelan trabajar durante una buena temporada, aprovechando que el teletrabajo es una realidad y que las empresas, de hecho, lo fomentan. Barcelona está entre ese grupo de ciudades elegidas. Y es lo que se quería desde que se organizaron los Juegos Olímpicos en 1992. Los que estaban detrás, los que diseñaron aquella operación, sabían que podía generar una cara B no demasiado agradable. Lo señaló el publicista Lluís Bassat en una entrevista en Metrópoli. El responsable de la ceremonia de inauguración y de clausura de los Juegos consideró que se esperaba que los distintos gobiernos municipales supieran gestionar todo lo que iba a suponer.
Ahora la ciudad ha crecido, está en ebullición. Se preparan eventos como la Copa América, se potencian otros –para que no se pierdan—como la Fórmula 1, con actos que reciben una enorme respuesta del público. Pero también hay otros vecinos que protestan y que reclaman a las administraciones públicas que se preocupen, de verdad, de cuestiones como la vivienda o la propia gestión del espacio público.
Sin embargo, las protestas, según cómo se realicen, pueden resultar nefastas. Sucedió este pasado sábado, con una manifestación de unas 3.000 personas, que llegaron a ser agresivas con los turistas. Se les lanzaba agua, y se les decía, en la cara, que no eran bien recibidos, mientras comían o tomaban un refresco.
Jaume Collboni, el alcalde de Barcelona, ha querido reaccionar en las últimas semanas con el anuncio del fin de las licencias turísticas en el horizonte de 2029. Insiste Collboni en que desea impulsar un plan ambicioso para construir vivienda pública y que quiere eliminar la medida del 30% de vivienda pública para las promociones inmobiliarias. Es decir, quiere hacerlo de otra manera, para lograr el consenso de todos los actores, y alcanzar una real colaboración público-privada. Pero mientras eso no sucede, mientras no se compensa a diferentes sectores de la sociedad –en primer lugar a los más jóvenes que no pueden acceder a la vivienda—el Ayuntamiento también deberá ser prudente y no alentar espectáculos como los del sábado.
Quien lo tiene claro y ha reaccionado con claridad es el teniente de alcalde de Economía y Hacienda, Jordi Valls. Un tanto asustado por lo que podría llegar, en un verano que estará repleto de turistas en toda la ciudad, Valls ha querido aportar su visión, justo cuando la BBC se ha hecho eco de esas protestas. La proyección exterior de Barcelona ha sido una cuestión que ha mimado el Ayuntamiento desde los Juegos Olímpicos. Y cualquier imagen en negativo que se refleje en medios de comunicación extranjeros dispara todas las alarmas.
Dice Jordi Valls, en sus redes sociales, que las protestas en contra de un turismo masivo deben ser compatibles con el respeto a las personas que visitan Barcelona. “Este es un debate global y complejo que no tiene soluciones simples ni acusatorias”, ha señalado. Su posición es clara: “El turismo es un sector económico importante para nuestra ciudad”, y las acciones que ocurrieron el pasado sábado “deben ser condenadas en cualquier caso”.
La reacción de Valls evidencia una señal de alarma. Una prevención frente al discurso fácil. El turismo representa el 15% del PIB de Barcelona. Es una parte muy sustantiva. Las cosas se pueden hacer mejor, y es verdad que Turisme de Barcelona debería haber apostado hace mucho tiempo por lo que defiende ahora: “Son tiempos para gestionar el turismo, no para promocionarlo”, dijo su presidente Jordi Clos.
Atención a las manifestaciones, a los grupos que quieran destruir, sin aportar nada. El Ayuntamiento debe saber cómo afrontar lo que ya ha llegado. En Barcelona, sí, como ha sucedido en otras muchas ciudades y territorios, desde Málaga o las Islas Canarias.