Sí, es cierto, la aglomeración de turistas puede llegar a ser un engorro para los habitantes de las ciudades. Que se lo pregunten a los venecianos, que se distinguen de los de fuera porque van por la calle con la mirada clavada en el suelo y una expresión de profundo fastidio mientras los visitantes miran siempre hacia arriba y, frecuentemente, con la boca abierta en modo badulaque. Aunque los más jóvenes no lo recordarán, hubo una época en la que a Barcelona no venía ni Dios y todos éramos de aquí porque no nos quedaba más remedio, dado que, al parecer, no nos quería nadie. Todo eso cambió con las Olimpiadas del 92, cuando nuestra ciudad se colocó en el mapa y devino un punto de atracción para los foráneos. Desde entonces, se ha dado en Barcelona cierta tendencia al monocultivo destinado a convertirla en una ciudad de camareros y demás beneficiados por la llegada masiva de turistas. Y los locales hemos pasado de agradecer a los turistas que vinieran a visitarnos (y, sobre todo, a que se dejaran la pasta) a cogerles manía porque nos los encontramos hasta en la sopa, siempre mirando haciendo arriba, con la boca abierta y poniendo cara de badulaque: estamos a un paso de seguir el ejemplo de los venecianos y recorrer nuestras calles mirando al suelo y con expresión contrariada.

Todo parece indicar que la gallina de los huevos de oro se ha puesto farruca, que la criada nos ha salido respondona. Y algo habrá que hacer al respecto. En ese sentido, las medidas del señor alcalde para cerrar los pisos turísticos me parece muy razonable, ya que en cada edificio donde hay uno, suelen montarse unos cirios monumentales y tirando a etílicos (tengo un amigo en esa situación y no ve la hora de que chapen el apartamento turístico que le ha caído encima). Lo que ya no me parece tan razonable son iniciativas como la de hace unos días, cuando una masa (moderada) de gente se echó a la calle para protestar por los efectos de la turistización de la ciudad, pero pareciendo que anunciaban la apertura de la veda del turista, dado el tono ya no reivindicativo, sino vengativo de la propuesta. No creo que hiciera falta disparar con pistolas de agua a familias con niños que tomaban algún refresco en el exterior. Ni adoptar ese tono casi xenófobo y racista contra quienes nos visitan, que no tienen toda la culpa del sindiós actual.

Es cierto que la llegada de foráneos con dinero es letal para la vivienda de los locales. Las relaciones entre el dueño de un piso y el inquilino nunca han sido precisamente ejemplares, a veces por culpa del primero y a veces por culpa del segundo, pero es indudable que han empeorado con la llegada masiva de expats con pasta que han exacerbado la tendencia al lucro de los propietarios, algunos de los cuales han reciclado sus tesoritos en habitáculos temporales con cuyo alquiler sacan mucho más al mes que cediéndoselos a familias de la localidad. Estamos hablando de codicia, un fenómeno que ya se ha dado en las Baleares, empieza a darse en Málaga y se extenderá a cualquier lugar de España en el que alguien pueda forrarse a costa del turista y el expatriado. Ante semejante situación, el ayuntamiento debe hacer algo, y quiero creer que el cierre de los apartamentos turísticos es un paso en la buena dirección. Pero lo que no se puede hacer es caer en un odio irracional al extranjero, con el que, por lo menos, hay que repartir las culpas al 50%. Como me dijo hace años un veterano periodista de Palma, “Los mallorquines, si nos hubieran dejado, habríamos hecho apartamentos en la catedral”. Aquí no hemos llegado a tanto, pero hay mucha gente que ha encontrado en el turismo una bonita manera de forrarse y a la que las necesidades de vivienda de sus conciudadanos se la soplan.

Controlar el sindiós turístico sin caer en la xenofobia es una de las misiones del actual ayuntamiento. Las manifestaciones espontáneas con agresiones (suaves) a los turistas no contribuyen precisamente al mestizaje y el buen rollito, aparte de que atentan contra la libre circulación de personas. A no ser que queramos acabar convertidos en uno de esos pueblos del Far West de las películas en las que siempre salía alguien mirando al protagonista y espetándole: “Aquí no nos gustan los forasteros”. A falta de otras maneras de hacer caja, los barceloneses necesitamos a los turistas: lo importante es no convertir nuestra ciudad en una versión corregida y aumentada de Magaluf e impedir que resulte inasequible para los locales. Yo creo que se puede lograr sin necesidad de promover el odio al extranjero, que es algo muy feo, francamente, que debería avergonzar a los muy sostenibles ciudadanos de la manifestación del otro día.