La buena noticia era que Barcelona cerrará los quioscos de dulces, helados y souvenirs de Las Ramblas. La mala, que la Justicia ha suspendido cautelarmente el cierre. Dicho asunto y dichos armatostes afean el paseo desde que el Ayuntamiento más animalista que humanista cerró las históricas pajarerías, que fueron las pajarerías más escritas, retratadas y pintadas por los visitantes de la ciudad. Sustituidas por mamotretos que atentan contra el buen gusto y perjudican gravemente la vista, venden ahora souvenirs tan feos y fuera de lugar, que ni los manteros comercian con nada semejante. Los refrescos hacen la competencia desleal a bares y restaurantes, además de contaminar y ensuciar con latas y botellas. Los helados hacen que turistas y transeúntes se manchen unos a otros. Y Barcelona es una ciudad de excelentes heladerías, según las últimas estadísticas y las mejores guías gastronómicas.

“No me gustan”, dijo el alcalde Jordi Hereu en 2010. Añadió: “tenemos que cambiarlas”. Y sentenció: “estéticamente es una cosa a mejorar, y estoy convencido de que las mejoraremos”. Escuchó la voz del vecindario y se comprometió a eliminar semejante muro de la vergüenza. Porque con sus más de siete metros de ancho y una altura desmesurada, tapa la perspectiva y la panorámica del paseo más emblemático de la ciudad. También propuso “que haya menos tiendas, que se adecuen al entorno y que no sean un muro-pantalla”, como aún ahora. De tan cutres y escandalosas como son, hasta Ada Colau quiso borrarlas del mapa, aunque amaba el feísmo y sembró la ciudad de inventos, pedruscos y cachivaches aterradores.

Estas paradas deberían figurar en aquel libro de Lluís Permanyer, cronista oficial de la ciudad. Titulado La Barcelona fea, que cumple veinte años, pero escaparon de entrar en la lista de puertas indignas, bajos comerciales sobrecogedores, ornamentaciones terribles... Afortunadamente, el Tribunal Supremo ha desaprobado la mala idea de declarar las antiguas pajarerías Patrimonio Cultural Inmaterial de Catalunya. Así, en mayúsculas, con toda la desfachatez. Como siempre, aquella barbaridad provenía de los portavoces de las antiguas pajarerías, un mini lobby que no quiere entregar las llaves de sus espacios privilegiados y se hacen los pobres. A base de mucho ruido y pocas nueces, acuden al cuento de la lágrima. Argumentan que perderán puestos de trabajo. Pero ellos hacen perder más puestos de trabajo en el vecindario.

Culpan de sus culpas a los Amics de la Rambla, asociación seria y cabal que vela por el paseo y no apoya los tejemanejes de los ex pajareros. Tampoco les quieren cerca en el mercado de la Boqueria, donde proponen trasladar sus chiringos. La Assemblea Veïnal Plaça Vila de Madrid se opone al rediseño de las paradas  porque lo consideran que es una estratagema de los ex pajareros “para mantener y consolidar su presencia en la Rambla”. Todas estas entidades y muchos particulares quieren que sólo queden en el paseo los clásicos quioscos de prensa y las bellísimas floristerías. Pero estos pájaros de cuenta incordian y generan gastos a los contribuyentes, llevando sus pleitos hasta a entidades europeas. Si se empecinan en no marcharse, habrá que hacer con ellos lo mismo que con los acordeonistas ambulantes: darles un dinerito con la condición de que se vayan con su música a otra parte, lo más lejana posible.