Parece que tenemos un problema con los baños públicos situados junto al mercado de Sant Antoni, escogidos por el sector más aventurero del colectivo gay para dedicarse a eso que conocemos como cruising y que consiste en intercambiar fluidos con desconocidos en lugares no diseñados para tales actividades. No negaré que el mundo homosexual siempre ha sido más expeditivo que el heterosexual a la hora de alcanzar los objetivos deseados. Es más, yo diría que hay mucho gay que nos mira por encima del hombro a los straights por los esfuerzos sociales que tenemos que hacer para mantener relaciones sexuales y/o amorosas, asunto en el que hemos desarrollado un protocolo que, efectivamente, demora la consumación del coito: invitaciones a cenar, maniobras envolventes destinadas a demostrar a las mujeres lo interesantes que somos (aunque no lo seamos), nada de aquí te pillo, aquí te mato y todo tipo de triquiñuelas sociales que a los heteros, en el fondo, nos hacen gracia, pero que a muchos gaylors se les antojan una deplorable pérdida de tiempo. De ahí el cruising, o el Yo he venido a lo que he venido.
Esas tendencias prácticas y resolutivas pueden llevarse a cabo de manera más o menos civilizada (hay apps para obtener rápidamente tus objetivos) o a lo bestia (véase el caso de los baños del mercado de Sant Antoni, donde igual envías al niño a que haga pipí y se topa con dos tipos disfrutando del sexo excremental: todo parece indicar que hay un sector del colectivo gay que disfruta con el olor a retrete o, directamente, a mierda: hay gustos para todo). Tengo un amigo gay al que, cuando le pica mucho la entrepierna, recurre a una app que localiza en las inmediaciones a hombres en su misma situación. Cuando hay match, se produce un rápido encuentro en un entorno discreto (por regla general, el apartamento de mi amigo) y santas pascuas. Pero a mi amigo no se le ocurre irse de urinarios para ver qué pilla porque le parece una ordinariez y reconoce que es un comportamiento egoísta y antisocial. Tengo la impresión de que para dedicarse al cruising de retrete hay que ser de una pasta especial. Y me temo que algunos de sus practicantes consideran que lo suyo es un derecho constitucional. Si el Ayuntamiento consigue poner orden en el sindiós de Sant Antoni, no descartemos que salte alguien a acusarle de homofobia.
Si a una pareja heterosexual se le ocurriera echar un polvo en la Rambla de Catalunya, lo más normal sería que fuesen detenidos y multados, pues hay un consenso social acerca de las condiciones de intimidad que requieren los desahogos sexuales. Pero si una pandilla de gays salidos se adueña de unos baños públicos, inutilizándolos para su función original, parece que hay que ir con pies de plomo y no excederse a la hora de conseguir que las cosas vuelvan a la normalidad, no sea que lo más jeta del colectivo gaylor se lo tome como una agresión a su libertad sexual y una muestra más de LGBTIfobia. Lo de Sant Antoni no es una cuestión de libertad sexual, sino un simple problema de orden público (y púbico) de los que se solucionan a base de actividad policial y multas a los que se pasan por el forro el derecho a aliviarse del resto de la humanidad. Anda que no hay bares en el Gayxample para alternar con desconocidos, con su cuarto oscuro y sus acogedores retretes. ¿Es necesario irse a molestar a clientes y trabajadores del mercado de Sant Antoni para satisfacer las propias necesidades, que podrían resolverse de maneras mucho más discretas?
No estamos hablando de homofobia. Si los baños de marras se utilizaran para orgías heterosexuales, también habría que poner coto a la situación. Es una cuestión de orden público y de un poquito de por favor. Nada más.