El calor aprieta en verano y el frío, a veces, arrecia en invierno. Barcelona no es una ciudad de temperaturas extremas, pero las consecuencias del cambio climático cada vez se dejan sentir con mayor fuerza. Especialmente entre los más desfavorecidos. Cuando la sequía amenazaba con fuerza y las restricciones estaban a la orden del día, el consistorio se apresuró a inventariar los refugios climáticos, espacios urbanos abiertos a la ciudadanía en los que soportar mejor, hasta cierto punto, los rigores del estío. Luego se ha visto que del anuncio publicitario (más de 350 refugios) a la realidad más dura (un tercio de ellos cerrados en agosto) había un cierto trecho. De todas formas, bien está que el Ayuntamiento de Barcelona recordara a los ciudadanos que disponen de espacios disponibles para caso de necesidad. Pero no hay que engañarse, la dureza del calor en Barcelona sólo se produce algunas semanas, en cambio, la biología acucia a los ciudadanos todos los días del año. Y, de momento, nadie parece haber pensado en ofrecer un listado de refugios biológicos: espacios públicos dotados de un lavabo y un retrete para uso de quien tenga menester. Sería asunto fácil porque probablemente habrá una gran coincidencia con la red de refugios climáticos.

Son muchos más los días en los que miles de ciudadanos que han superado la edad del pavo se mueven por Barcelona con apreturas biológicas relacionadas con el sistema urinario u otro tipo de necesidades corporales que los de frío o calor. Hace unos años, Joan Clos, que era entonces alcalde de Barcelona, tuvo la ocurrencia de sugerir que la gente saliera de casa con sus necesidades hechas. ¡Como si en todos los casos pudiera preverlo! Y, teniendo en cuenta que Clos es médico de formación, debería de haberlo sabido. De todas formas, si en aquel momento no disponía de esa información por algún tipo de déficit de la Facultad de Medicina,  es posible que la haya adquirido ya por la inflexible ley del paso de los años. Y es que, contra la opinión de Clos, las personas mayores acostumbran a necesitar de excusados con mayor frecuencia horaria que cuando eran jóvenes. Algunos, además, se mueven acompañados de criaturas también sujetas a urgencias.

La incorporación de todos los miembros adultos de la familia al mercado de trabajo ha convertido a no pocos jubilados en canguros, voluntarios o no, de modo que no sólo andan de un lado para otro, muchas veces lo hacen acarreando un cochecito de niño o llevando a un nieto de la mano. Y esos niños necesitan, también de vez en cuando, un punto de alivio. Un refugio biológico. Y no está mal disponer de ellos, incluso por civismo, porque es mejor que no se acostumbren a depositar sus necesidades en la calle, en competición directa con los miles de chuchos que sí están, a lo que parece, autorizados a enguarrar aceras y soportales.

Hay abuelos previsores que proyectan su caminata teniendo presente esa red no publicada: centros cívicos, algunos colegios, bibliotecas públicas, etcétera. Se supone que los bares también admiten las evacuaciones en caso de necesidad extrema, pero son más los ciudadanos que prefieren no tener que pedir el favor y, sobre todo, que no tienen deseo alguno de acabar protagonizando una bronca.

Quizás la cosa sería más fácil si en la fachada de estos locales figurara un letrerito que indicara que se trata de un establecimiento amable que acoge a los ancianos necesitados, con o sin niño. Si fuera necesario y visto que el consistorio no está por la labor de instalar mingitorios públicos (que tienen su propia problemática), podría procederse a una ligera rebaja impositiva para esos negocios.

De momento, sin embargo, no estaría de más que el ayuntamiento hiciera una lista de refugios biológicos, dado que todos y cada uno de los ciudadanos, en un momento u otro, acaban siendo víctimas de las leyes biológicas inexorables que rigen para cualquiera desde el 1 de enero al 31 de diciembre.