Los jueces no tienen reloj. Ni calendario. Los asuntos que entran en los juzgados quedan instalados en un limbo donde las horas y los días no cuentan. Es otra más de las especificidades que definen la vida de la judicatura: que para ellos el tiempo pasa de otro modo que para el resto de los mortales. Ni siquiera cuando el asunto es de vida o muerte. Acaba de ocurrir en un juzgado de Barcelona. Primero la juez paralizó la aplicación de la eutanasia a una mujer porque lo había pedido su padre, asesorado por una asociación de abogados que se dicen cristianos, aunque quepan dudas sobre su sentido de la caridad y la misericordia, por hablar sólo de las dudas sobre sus prácticas y no las que puedan generar sus creencias. Luego, la misma juez decidió que no estaba segura de si el asunto era de su incumbencia o de una instancia superior, lo que traducido significa que siguió dando largas a la voluntad de la enferma, avalada por todos los informes médicos y jurídicos que estipula la ley de la eutanasia.
Es difícil imaginar qué diría su señoría (o los abogados que se dicen creyentes) si fueran al médico con una urgencia y éste les emplazara para dentro de un tiempo, sin precisar cuánto, porque tuviera que analizar el caso con otros colegas. Seguramente decidirían ir a la consulta de otro médico. El problema en la justicia (o la injusticia) es que eso no es posible. Toca el juez que toca y si no sabe lo suficiente y tiene que consultar, sólo cabe esperar a que se cumpla la voluntad de Dios. Y ya se sabe que los designios de Dios son inescrutables.
Claro que la juez de Barcelona está en la línea de los máximos representantes de la judicatura. Ahí es nada el Consejo General del Poder Judicial, obligado a elegir presidente en un plazo de siete días, que acaba de aplazar la decisión hasta dentro de un mes. Es algo que no pasaría en otras profesiones. Normalmente, si un fontanero tiene que acudir a una casa para arreglar una fuga y no lo hace durante un mes, es absolutamente impensable que luego pretenda facturar por todo el tiempo en que no hizo nada. Los señores y la señoras que componen el Consejo General del Poder Judicial, en cambio, tienen previsto cobrar por todo el tiempo que van a pasarse pensando en cómo seguir bloqueando la institución, con mucha más eficacia que la demostrada por los Mossos para bloquear los caminos de huida de Puigdemont.
Se ha dicho muchas veces y una más no importa: ser juez en España es uno de los mayores chollos del universo. Casi comparable a ser Dios. Ellos también lo saben todo. La juez de Barcelona, por ejemplo, sabe más que los médicos. Incluso que los legisladores. Como Llarena.
La eutanasia es un acto regulado y pautado. Salvo que lleguen unos tipos raros (por utilizar la expresión que ha aplicado a los republicanos Tim Walz, candidato a la vicepresidencia de Estados Unidos) y decidan que lo que la ley define como eutanasia es, en realidad, un suicidio encubierto. Le cambian el nombre al acto, no sobre bases médicas, sino amparándose en lo que les ha dicho su Dios. Que los demás no puedan comprobar si ese ente existe realmente y, en caso afirmativo, que se comunique con ellos, es un asunto baladí.
Todo el mundo, hasta esos abogados, tiene derecho a creer en ese Dios, del mismo modo que hay quien cree que las vacunas no sirven para nada o que la Tierra es plana. Creer cosas extravagantes no es delito. Lo grave es que una juez les tome en consideración. Sobre todo, porque hay una víctima cuya voluntad explícita no se cumple.
La ley dice que los casos de eutanasia deben ser resueltos en un plazo máximo de 40 días. La media es de 75. En 2022, último año del que se disponen datos, 152 personas que deseaban que se les aplicara la eutanasia (y cumplían los requisitos) fallecieron antes de que se llevara a cabo. Y vale la pena recordarlo: para la inmensa mayoría de estos pacientes cada día, cada minuto, es un sufrimiento que ellos consideran insoportable. Puede que los abogados cristianos estén firmemente convencidos de que ese sufrimiento se debe a la voluntad de su misericordioso Dios (que tal vez ni siquiera es el del enfermo). Pero el dolor que éstos soportan cada uno de esos minutos y de esos días es perfectamente empírico. Aunque el tiempo no aparezca marcado en los calendarios de la judicatura.