En el Evangelio de Juan puede leerse una frase atribuida a Jesús de Nazaret: “Mi reino no es de este mundo”. Sus seguidores, con excepciones, tienden a pasarla por alto. Lo quieren todo: el mundo de allá, al que supuestamente se llega después de la muerte, y el mundo de aquí; el reconocimiento en lo que llaman “la vida eterna” y el reconocimiento en el mundo vano de los hombres. Por eso los llamados Abogados Cristianos han mostrado su disconformidad con el cambio de nombre de tres calles del barrio barcelonés de Gràcia. Estaban dedicadas a tres santas (Rosa, Magdalena y Ágata) y ahora llevan el nombre de mujeres vinculadas a la familia de Antonio Trilla, la que fuera un día propietaria de los terrenos: Rosa Puig-rodon Pla, Magdalena E. Blanc y Àgata Badia. Ya sus propietarios habían propuesto esta denominación, pero normas hoy arcaicas excluían a las mujeres del nomenclátor. Salvo que fueran lo que los católicos llaman santas, o sea mujeres fallecidas cuya vida dicen digna de imitación.
Imitar a Rosa de Lima es difícil. Ahí es nada hablar con una figura que representa al Jesús niño. Porque no es que fuera Rosa la que le hablaba, sino que era la figurita la que se dirigía a ella para consolarla porque no le habían dado una palma para una procesión. ¡Vaya trabajos que se busca el dios cristiano! Hoy nadie da palmas: hay que comprarlas, porque hasta la liturgia se ha adaptado al mercado.
El concejal del Partido Popular, Daniel Sirera, dice que estos cambios buscan eliminar el catolicismo de la ciudad y que los nombres de las calles deberían dedicarse a quienes hayan contribuido en algo a Barcelona. No se sabe que Rosa de Lima haya tenido relación alguna con la ciudad. Tampoco consta aportación ninguna de María Magdalena ni, que se sepa, de Santa Àgata (Águeda, en castellano) que, según la leyenda fue siciliana. Por cierto, sus habilidades son difícilmente imitables: un año después de muerta fue capaz de detener una invasión de lava del Etna que amenazaba Catania. Imposible: en Barcelona no hay volcanes que faciliten una tal proeza. Como mucho se podría sugerir que las deliciosas catanias recubiertas de chocolate se inspiran en ella, aunque probablemente no es así.
Sirera se opuso en el consistorio al cambio de nombre, con el apoyo de sus aliados tradicionales: Vox y Junts.
Se comprende el malestar de los vecinos por el cambio de nombre. Después de todo, supone un incordio adecuarse a él por la mucha documentación que registra la antigua dirección. Pero eso pasó también con la Gran Via y con la Diagonal y con la plaza de Francesc Macià o la avenida Tarradellas, vías en las que vive mucha más gente. Y el hecho se asumió con relativa normalidad. Más aún: desde la transición se ha catalanizado la mayoría de nombres de las calles barcelonesas y no parece haberse quejado nadie. Ni siquiera cuando se trataba de nombres propios que provocan incendios y soflamas cuando lo que se traduce es un término catalán. Así, hay una calle Saragossa y no Zaragoza; pero que nadie ose, poner en Córdoba el nombre de Lérida a una calle, porque eso es un insulto a la cultura catalana. O eso dicen algunos dispuestos a sentirse insultados con mucha frecuencia y facilidad.
El cambio de nombre definitivo ha coincidido con unas fiestas sobre las que hay unanimidad: ya no responden a la tradición. Incluso se ha calificado lo que ocurre en las calles de Gràcia como “un gran botellón”, masificado por turistas de allá y de aquí. Hay quien se queja de que, además, este año, ha estado ausente la llamada cultura popular, por ejemplo, los correfocs. Llamar “cultura”, aunque se añada popular, a lo que no es más que una tradición es una forma de buscar su dignificación. Pero la quema de pólvora tiene más que ver con la barbarie de la guerra que con la cultura. Y ahí sí se puede reclamar el apoyo de Rosa de Lima que dio su bendición a los intentos de su ciudad de disparar contra una flota holandesa. No fue necesario porque murió su capitán (se dice que mediando la santa, en su infinita bondad). Aunque eso, si bien se mira, más que “cultura popular” es “cultura nacional” o “nacionalista”. ¡Siempre tan patriotera!