Leo que a un participante en la Copa América le han robado el reloj a punta de navaja. Demostrando una gran capacidad de síntesis, el chorizo de turno ha conseguido fundir en una sola las dos tendencias más notables del delito barcelonés en los últimos tiempos: el robo de relojes y el apuñalamiento, que vive últimamente una edad de oro en nuestra querida ciudad, hasta el punto de que alguien ha creado un ente llamado “El apuñalómetro” para medir la incidencia del problema. A mí, de momento, aún no me han apuñalado, pero sí me han robado el reloj, un Rolex falso que debió llevar a los ladrones a ciscarse en todos mis muertos cuando intentaron lucrarse a su costa y el perista se les rio en las narices (el que no se consuela es porque no quiere).
Por deformación profesional, me he pasado todas las vacaciones leyendo noticias sobre apuñalamientos en Barcelona. Y parece que la cosa pinta mal, pues hasta Jaume Colboni ha dicho que hay que tomar urgentemente cartas en el asunto y vigilarlo muy de cerca. Yo no sé si hay modas en el mundo de la delincuencia, pero a veces lo parece. Si primero se consagró el robo de relojes a propios (aunque fueran falsos) y extraños, da la impresión de que ahora la chusma tira de navaja con una alegría digna de mejor causa. ¿Por qué? Misterio. O no.
Hace poco pudimos ver por la tele a un zumbado de un pueblo extremeño que se paseaba con un cuchillo en la mano con el que amenazaba a los guardias civiles que intentaban detenerlo. Aquello era el mundo al revés. El enajenado avanzaba blandiendo la faca y el picoleto retrocedía sin dejar de apuntarle con su arma reglamentaria. ¿No debería suceder exactamente lo contrario? El tipo fue detenido al cabo de varias horas, después de que se refugiara en casa de sus padres y obligara a la guardia civil a negociar con él. Finalmente, tuvo el detalle de entregarse. Pero ahora todo el mundo sabe que te puedes enfrentar a la ley y el orden con un cuchillo en la mano sin que te peguen un tiro. Y eso no es ningún buen ejemplo. No digo que haya que volarle la cabeza al primero que se ponga farruco, como sucede en Estados Unidos (sobre todo si eres negro), pero un buen calambrazo de Taser o un disparo en la pierna tal vez habrían sido maneras más razonables de enfrentarse al energúmeno de la navaja.
Algo ha fallado en Barcelona si cada día hay más gente resolviendo sus problemas a navajazos. Una cosa es la prudencia policial y otra que los chorizos se te suban a la chepa, digo yo. En cualquier caso, los apuñalamientos no son, afortunadamente, un invento barcelonés. Hace unos años, el auge de esta práctica se daba en Londres, de donde llegaban a diario noticias de gente apuñalada. Tal como llegaron, desaparecieron. No sé si se resolvió el problema o si se dejó de informar, pero ya hace tiempo que da la impresión de que en Londres se apuñala menos, como si todos sus tarados se hubiesen trasladado a nuestra ciudad.
Barcelona empieza a tener muy mala fama fuera de nuestras fronteras. Circulan por las redes sociales unos videos pretendidamente humorísticos en los que se dan consejos para visitar este bonito rincón del Mediterráneo que lo muestran como una cueva de ladrones. Entre los navajazos, los anti turistas y el calentamiento global, aún nos acabaremos cargando nuestra particular gallina de los huevos de oro, pues no hay que olvidar que este monocultivo nos lo hemos trabajado nosotros solitos, como los mallorquines. Pero estos, en vez de apuñalómetro han montado una liguilla sobre las víctimas del balconing que de momento va ganando Inglaterra y que ya ha provocado algunas quejas de ciertos políticos británicos por lo que consideran una frivolización de la desgracia (o de la estupidez, más bien).
Desde el punto de vista del humor negro, funciona mejor el balconing que el apuñalómetro, pero creo que deberíamos prestar más atención a éste. A fin de cuentas, el balconing se lo busca uno y el apuñalamiento no. A ver qué medidas impulsa el consistorio al respecto. Más que nada porque me temo que después de los cuchillos suelen venir las pistolas.