Hablaba con una amiga de sus viajes y nuestro amor por las ciudades mediterráneas. Recordaba Nápoles, ese lugar tan hermoso como desconcertante, lleno de contrastes, de signos de pobreza y decadencia, de suciedad, de motos homicidas y ruidosas. Pero a ojos del visitante, Nápoles, con todos sus inconvenientes y peligros, se convierte en una ciudad fascinante, además de bellísima. En su día, fue la ciudad más rica y más poblada de Europa y se nota en esos palazzi de altísimos ventanales y entradas de carruajes donde ahora tienden la ropa en los balcones y se gritan las vecinas unas a otras, para comentar cómo les va. En sus alrededores, a la sombra del Vesubio, están los restos de Pompeya y Herculano, la costa amalfitana, Sorrento, Ischia y Capri, no está mal.

Hablábamos de Nápoles y compartíamos recuerdos en un pequeño restaurante napolitano de Barcelona. Hubo risas y añoranzas. Pero también un comentario que dejo aquí, porque quisiera darle algunas vueltas. Ambos consideramos que Nápoles era «fascinante». ¿Y Barcelona? ¿Era fascinante Barcelona? Quizá lo fue, observó mi amiga, pero cada vez lo es menos. Como no es de Barcelona y viene de vez en cuando, pero la conoce bien, es bastante neutral en este sentido. Le pregunté por qué le fascinaba menos. Señaló que intentan tantas veces «hacer cosas» en Barcelona que su atractivo natural viene a ser sustituido por una serie de fuegos de artificio. En cambio, dijo, en Nápoles no han hecho nada, nada, y sigue siendo la Nápoles de toda la vida, la auténtica, y por eso sigue siendo fascinante.

Tiene razón, pero, por supuesto, debemos hacer algunas puntualizaciones. En primer lugar, creo que los napolitanos agradecerían mucho una ciudad más limpia y menos corrupta. En segundo lugar, no es lo mismo ver Nápoles como turista que vivirla como habitante. Caben, pues, muchos juegos y matices en el asunto de la fascinación, pero quizá estemos hablando del espíritu de la ciudad, de su vida, de las sensaciones que despierta, de cómo nos trata y a qué nos invita.

Históricamente, Barcelona ha sido liberal en medio de carlistas; ha visto nacer y crecer al anarquismo para desesperación del burgués; ha sido obrera, sindicalista y revolucionaria cuando mandaban conservadores de bandera y patria; ha sido una metrópoli abierta y cosmopolita con inquietudes culturales y donde las ideas iban y venían para gozo de todos; ha sido casquivana y un poco gamberra, bohemia; ha visto burgueses que invertían en arte, ciencia y cultura y asociaciones culturales populares; ha sido ciudad de acogida y ha exportado riqueza tangible e intangible; era la capital de la literatura en lengua española y catalana, y los escritores y editores de ambas lenguas compartían libros, amantes y juergas. Ya no.

Todo se torció cuando un paleto con ínfulas, el hijo de don Florencio y presidente de Banca Catalana, se hizo con el poder e instaló un sistema clientelar que todavía perdura. Desaparecieron veinte mil millones de Banca Catalana y a partir de ahora de moral y de ética hablaremos nosotros, dijo. Cómo lo caló el presidente Tarradellas, cuando lo definió como «enano y corrupto», aunque, hay que decirlo todo, Tarradellas era tan alto que el pequeñajo, a su lado, quedaba en nada.

El pujolismo del tres por ciento y la bandera hasta en la sopa tuvo a Barcelona, desde el primer día, en su punto de mira. Envidia de paleto. No dejó que hubiera una autoridad metropolitana; hizo todo lo posible para reventar su naturaleza abierta a fuerza de talonario y provincialismo del malo, comprando cargos y medios; intentó sabotear los Juegos Olímpicos, saboteó el Fòrum; puso siempre palos a las ruedas de Barcelona e invirtió mucho menos en la metrópoli de lo que hubiera sido necesario invertir. También es verdad que la Barcelona más acomodada, encantada de conocerse y vivir de las rentas, se sumó al baile. Esa Barcelona que hacía de faro de la cultura y las ideas en España, y en Catalunya, dejó de existir hace ya tiempo.

Añoramos aquella Barcelona rica en ideas y bohemia, pero sabemos que los tiempos son otros y no puede ser. Pero vemos diluirse hasta su recuerdo cuando desaparecen comercios emblemáticos, porque ya nadie compra en ellos y preferimos una franquicia, cuando nos vendemos a un turismo que sólo contempla beneficios a corto plazo, cuando expulsamos de la ciudad a sus habitantes, que no pueden permitirse el lujo de vivir aquí, y cuando construimos una ciudad de cartón piedra. O quizá no sea así, quizá esté equivocado. Es una impresión que tengo.