Hay grandes palabras cuya función es poner a alguien a salvo de la crítica. Por ejemplo, religión, metafísica, arte. Si alguien se dedica a alguna de estas actividades, sus discursos y sus obras pueden resultar incomprensibles, pero no se las puede criticar, a no ser que se quiera pasar por un irreverente, un ignorante, un insensible. El problema no es del que emite opiniones indemostrables o de difícil comprensión o de quien hace una obra que es de arte sólo porque lo dice su autor. El problema es del espectador: poco menos que un rucio.
Las religiones, con este cuento, han conseguido que el actual gobierno las exima de impuestos. Los metafísicos pueden escribir lo que les venga en gana y no necesitan ni corrector de estilo: a mayor confusión, más mérito. Los artistas se creen dioses que crean de la nada. Otra cosa es que lo creado tenga entidad alguna.
No sería grave si no fuera porque las obras de algunos de estos artistas bajo palabra de honor le cuestan un dineral al contribuyente, quiera o no gozar de sus engendros. 16 millones de euros, como poco, es lo que gastará este año y el que viene el Ayuntamiento de Barcelona en limpiar lo que ensucian los autodenominados grafiteros. Aunque se dicen artistas, la mayoría de las pintadas de paredes y puertas carecen de la más elemental calidad pictórica. Más aún: a veces son una guarrería. Este dinero hay que sumarlo a los más de 11 millones anuales que cuestan sus “intervenciones” en Renfe-Catalunya y los más de cuatro millones de TMB para asear el metro tras el paso de la barbarie estética. Más de 23 millones por año que, dedicados por ejemplo a vivienda social, darían para paliar muchas necesidades.
Algunos sugieren que detrás de los pintamonas hay colectivos organizados que se encargan de explicar a los comerciantes que hay dos vías para mantener su negocio relativamente limpio: encargarles a ellos lo que, en un notable abuso del lenguaje, llaman decoración o arriesgarse a que todo sea pintarrajeado cada noche. Mejor que esto sea falso, porque si es cierto parece inspirado en películas de gangsters.
Desde hace un tiempo, además, estos “artistas” no se limitan a utilizar pinturas, es decir, productos eliminables con una limpieza a fondo, sino que han descubierto que pueden dejar también las cristaleras hechas unos zorros a base de usar ácidos que producen marcas indelebles. Una actividad que resulta mucho más difícil de presentar como “artística”. Se trata, pura y simplemente, de ensuciar. Pero siempre puede justificarse como un ataque a la propiedad privada y echar mano de Proudhon (“la propiedad es un robo”), si lo han leído. Aunque la mayoría de los perjudicados no son grandes capitalistas dedicados a la explotación del proletariado, sino pequeños comerciantes para quienes la reparación puede suponer los beneficios de todo el año trabajado.
Hace un tiempo, un exgrafitero publicó un libro sobre la actividad de esta gente, con fotografías del proceso y del resultado. Lo hizo de forma anónima, lo que indica que no estaba demasiado orgulloso de ello y que no asumía la responsabilidad de sus propios actos. Él sabrá por qué. Banksy firma. Pero, claro, los “bansky” no abundan. La mayoría de los que se compran un aerosol carecen de la habilidad suficiente para hacer otra cosa que no sea emborronar las paredes de los demás. Sería interesante saber cuántos de estos creadores han decorado su casa con sus propias pinturas.
En Poble-sec el Ayuntamiento instaló unas paredes para grafitis y una fórmula para su uso, pero los grafiteros pronto descubrieron que, al lado, hay casas que tienen paredes que pintar. Los vecinos dicen estar hasta el gorro. Una vez tienen el aerosol en las manos, nada les detiene. En las últimas semanas han manchado las paredes de la iglesia del Pi y una pieza incluida en el catálogo del Patrimonio Histórico Artístico, con elementos del siglo XVIII, situada junto a Santa María del Mar. El resultado no es ni siquiera equiparable al Ecce Homo de Borja donde, al menos, cabe presuponer una cierta buena intención.
Las consecuencias de la actividad de estos pintas no se limitan a dar una imagen de suciedad en calles y vehículos de transporte público; comporta, en ocasiones, riesgo para su propia integridad y alteraciones en el servicio de trenes y metros.
Jaume Collboni dice que quiere eliminar este tipo de incivismo. La primera piedra del nuevo edificio es generar un estado de opinión contrario a estas prácticas. Establecer con claridad que eso no es arte ni nada que se le parezca. Es una porquería.
De los que se autodenominan políticos y se dedican a provocar incendios en vez de promover la convivencia se puede hablar otro día.