El Aeropuerto de El Prat empieza a ser famoso por varios motivos. El primero es la indecisión de las autoridades catalanas sobre su ampliación. Ahora Salvador Illa parece querer desencallar la situación, pero ahí está el palo en las ruedas que gustan de poner ERC y los Comunes. Los de Junts y PP ya no cuentan porque están contra todo. El segundo motivo por el que es conocido es por ser uno de los más potentes en líneas de bajo coste. Se puede decir de otro modo: un aeropuerto para pobres que genera mucho menos valor añadido que, por ejemplo, los de Heathrow, Schiphol o Barajas. Finalmente, la tercera causa de su fama es el alto número de hurtos que se registran cada día en él. Hurtos que la legislación no puede castigar apenas debido a la benevolencia del legislador (el actual y los pasados) con los ladronzuelos y la no consideración de la multirreincidencia. Ninguna de las tres razones son para sacar pecho y alguien debería hacer algo para corregirlas, porque las vergüenzas en una de las puertas de entrada a Barcelona afectan al conjunto de la ciudad.

La decisión sobre las modificaciones que haya que aplicar a las instalaciones, incluyendo si se prolonga o no la longitud de las pistas, está directamente relacionada con el tipo de vuelos que se pretenda promocionar. Tanto los políticos (algunos) como los empresarios llevan tiempo clamando para que El Prat se convierta en la vía principal de entrada y salida para África y Asia (sin contar las pateras). De momento con poco éxito. Habrá que ver qué consigue el nuevo gobierno catalán. Porque casi siempre se puede echar la culpa a “Madrid”, pero en esta ocasión, no hace al caso.

El asunto de los raterillos que campan a sus anchas por las terminales, en cambio, tiene un tratamiento más rápido en el tiempo, sin que sea fácil si no se modifican las leyes. De todas formas, algo mejorará ahora que de los Mossos no se encarga Joan Ignasi Elena. Pero el problema está conectado con un elemento que, tal vez, convendría no pasar por alto. El ciudadano que llega al aeropuerto lo hace, en la mayoría de casos, sabiendo que entra en territorio hostil: no conoce con precisión los movimientos que debe realizar, ignora dónde se hallan sus mostradores de facturación y tampoco tiene por qué saber qué pasos dar exactamente. La mecanización de las compañías no ayuda y la reducción de las plantillas de tierra, mucho menos, ya que sólo sirven para generar largas colas ante los mostradores. En resumen, todo colabora a que el viajero se halle en tensión y divida su atención entre las gestiones a realizar y el cuidado del equipaje. Campo abonado para los descuideros.

Añádase que en los últimos tiempos los nervios se agudizan porque las compañías aéreas, ante lo barato que sale vender más billetes que plazas tiene el avión, lo hacen regularmente, ofreciendo luego compensaciones ridículas a quien pueda ser perjudicado. Todo contra el cliente y a favor del amigo de lo ajeno.

Y se podrían relatar otras fuentes de mala imagen: las discusiones que llegan a las manos entre quienes envuelven maletas, las peleas entre conductores de taxis y otros vehículos con conductor, algunos intentos de cobrar sobrecostes por los trayectos, difícilmente perseguibles, y la escasa calidad del transporte público pese a los anuncios casi semanales de mejora del servicio ferroviario y el dinero que costó (hasta ahora para nada) la estación de trenes situada en El Prat.

Y, por qué no decirlo, hay también cierta desidia. ¿De verdad nadie ha reparado en que una de las cristaleras de la zona C en la terminal 2 está rota y repegada con plásticos adhesivos desde hace años? ¿O es que no importa porque, después de todo, esa es una de las zonas de vuelos baratos y por lo tanto, supuestamente utilizada por viajeros que merecen menos atenciones? Total, si aceptan viajar con Ryanair, seguro que tragan con cualquier cosa.

De todas formas, quizás El Prat sea, en realidad, un modelo para el futuro. Como bien ha visto el cine, los aeropuertos dan para películas cómicas o de terror. El de Barcelona está consiguiendo combinar bien ambas tendencias.