Si hubieran visitado Roma en el siglo XIX, hubieran callejeado por calles estrechas y laberínticas y de repente, el asombro. Hubieran tropezado con la columnata de Bernini y la basílica de San Pedro en Vaticano al fondo. En medio, una enorme explanada. Luego vino Mussolini. Abrió la Via della Conciliazione, una amplia avenida que desemboca en la plaza de San Pedro. Arrasó un barrio entero, pero nos proporcionó la perspectiva que hoy todos conocen. Se perdió la sorpresa y quedaron los delirios de grandeza del Duce.

La plaza de San Pedro en el Vaticano es una más de tantas plazas duras alrededor del mundo, una constante del arte, el urbanismo y la arquitectura a lo largo de la historia. Aunque Barcelona tiene otras muchas plazas duras, la plaza dels Països Catalans, enfrente de la estación de Sants, provocó encendidas polémicas cuando se inauguró. ¿Y los árboles? Muchos barceloneses aprendieron entonces qué era eso de una plaza dura. Antes, ni se hablaba de ellas y ahora eran (perdonen) una mierda. Es curioso, pero luego nadie criticó las plazas duras de la Barcelona olímpica.

La plaza dura destaca por el protagonismo de la piedra y el cemento. Es un espacio artificial, una creación humana. En sentido estricto y etimológico, es un lugar culto, y por eso muchas veces es vecino a un lugar de culto. Como sabrán, cultura y cultivo comparten la raíz de culto porque estas palabras representan el orden de la civilización sobre el caos de la naturaleza.

Claro que muchos prefieren el caos de la naturaleza. El mismo Cerdà, cuando diseñó el Ensanche con criterios higienistas, quiso (cito) «traer el campo a la ciudad». Don Ildefonso imaginó que de los cuatro costados de una manzana sólo estarían edificados dos. En el espacio restante crecerían árboles y plantas que crearían amplias avenidas de espacios verdes, arboledas y huertos. Suya fue la idea de plantar árboles de hoja caducifolia, en su mayor parte plátanos de sombra, que proporcionan sombra en verano y dejan pasar la luz del sol en invierno. Don Ildefonso también proyectó algunas plazas duras porque darían empaque a la ciudad. Podía permitírselo, porque su Ensache tenía verde por todas partes.

La Barcelona de Cerdà hubiera contado con algo más de 800.000 habitantes. Los pelotazos urbanísticos, con la complicidad de burgueses y munícipes, consiguieron un Ensanche con manzanas edificadas en sus cuatro costados. Ahora somos 1.600.000 habitantes, pero no tenemos ni huertos ni arboledas ni avenidas verdes. Tampoco tenemos viviendas accesibles, pero ésa es historia para otro día.

La cuestión es que las plazas duras van y vienen. Ahora se ponen de moda, ahora queremos plazas verdes, llenas de árboles. En Barcelona, donde invierno es apenas una palabra, no una realidad, se agradecen las sombras de los árboles. Cuando el proyecto de biblioteca del Born se convirtió en un parque temático de 1714 y se enterraron millones y millones de euros en ello, la plaza del Comerç se convirtió en una de las plazas duras más grandes y desalmadas de la ciudad, ideal para deshidratar paisanos y turistas a partes iguales entre mayo y septiembre. Como el lugar en verano es un sinvivir, ahora se han decidido a ejecutar un proyecto innovador en un rincón de la plaza que vas a ver tú. Se llama toldo y sirve para dar sombra. Ojo, que no es un chiste.

Podrían plantar árboles. Se perdería entonces la perspectiva patriótica del mástil, la bandera y la entrada del antiguo mercado, que para eso nos gastamos tantos millones en la plaza dura. A los partidarios de los árboles les importa poco la perspectiva y todo lo demás y prefieren sombra en verano. Sucede, ha sucedido y sucederá lo mismo en todas las plazas duras habidas y por haber desde que se tiene memoria. La polémica es inevitable.

Dicen que el cambio climático nos traerá más olas de calor y temperaturas más altas, pero no hace falta recurrir a eso para razonar que los árboles hacen un gran servicio al bienestar de la ciudad. Pero también tienen un problema, su mantenimiento. Hay que barrer las hojas que caen y se necesitan jardineros para vigilarlos y cuidarlos. Es decir, nos cuestan dinero. Lo digo porque muchas veces no se dice.

Un urbanismo ideal combina las plazas duras y las verdes, porque ambas cumplen una función y son igualmente necesarias. Luego, diseña ambas con inteligencia. En Barcelona, en cambio, nos venden un toldo como el gran qué. Al menos, que dé sombra.