El Real Madrid ha suspendido los conciertos en su estadio a la vista de que el negocio del espectáculo musical, tal como lo ha concebido el club, es incompatible con el respeto a sus vecinos. Y es que, pese a que el Ayuntamiento se lava las manos -“Es un asunto del Real Madrid”-, parece que la justicia sí vela por los intereses de los madrileños: la titular del juzgado número 53 ha admitido a trámite la querella de los afectados por un presunto delito medioambiental.
Los primeros titulares que daban cuenta de la decisión madridista se referían a las 240.000 personas que no podrán asistir a los conciertos ya programados y vendidos para el periodo inhabilitado. Aunque destacar la cifra de espectadores pretendía subrayar el desastre que supone el cerrojazo blanco, en realidad lo que hace es poner de relieve el tamaño del abuso que sufren los residentes en los alrededores del campo cada vez que se celebra un concierto.
Taylor Swift reunió en sus dos recitales de mayo a casi 150.000 personas, lo que ilustra sobre las molestias de ambas citas en el centro de Madrid, en Chamartín, un barrio en absoluto preparado para tales concentraciones, además del ruido de las tres horas de show. Y, como dice Isabel Díaz Ayuso, lo que sucede en la capital sucede en España; al menos en este caso.
Barcelona, por ejemplo, también es escenario de espectáculos musicales que molestan a los vecinos y para los que la ciudad no está preparada, ni tiene por qué estarlo. De hecho, la enorme capacidad del Camp Nou ya desborda las costuras del transporte público y privado cuando el Barça tiene una buena temporada. La ciudad no se merece que la directiva lo ponga en el circuito de las giras mundiales del top ten de la música, como habían hecho los de Florentino Pérez.
El Ayuntamiento ha distribuido 11 sonómetros en otros tantos puntos calientes de Barcelona para controlar la contaminación sonora en esos lugares, mientras vecinos de zonas como el Fòrum o el entorno del Estadi Olímpic se organizan para defender su derecho al descanso. Y es muy probable que Cornellà tenga que hacer lo propio tras la firma del acuerdo entre el RCD Espanyol y dos promotores de conciertos para aumentar los ingresos del club por una vía distinta al fútbol.
Sería demasiado ambicioso poner de ejemplo a Manu Chao, que procura no actuar en aforos superiores a las 3.000 personas, que pone límites a su propia figura como artista y al negocio que generan sus creaciones. El creador de Clandestino nada a contracorriente.
Acotar la transgresión permanente que conlleva el negocio del espectáculo del ruido -la música, al final, es solo uno de los componentes del show- es tarea de valientes dispuestos a dejarse la piel en el intento. Lo vivimos a diario en las fiestas mayores de los pueblos en los que la infernal discomóvil comienza a las cuatro de la mañana o en las celebraciones patronales de los barrios de las ciudades que no respetan el descanso de los demás. Nadie se atreve a poner orden en temas de fiestas y jolgorio, no sea que les monten un pollo.
El caso del Bernabéu pone sobre la mesa una cuestión inaplazable. Las superestrellas no solo llenan espacios enormes como los estadios, sino que fomentan los precios dinámicos para llevar sus ganancias al infinito. Y eso no solo lo pagan sus fans, sino las ciudades que usan de escenario. Está claro que hay que poner límites.