Era julio y por primera vez alguien que no era militante de la izquierda, y sí liberal y partidario del libre mercado, me dijo que en Madrid no era oro todo lo que relucía. La verdad es que quedé un punto perplejo porque esa persona, joven, bien posicionada, vecina de un buen barrio madrileño, me decía que empezaba a plantearse el debate, en según qué círculos de Madrid muy partidarios de su alcalde, de si el rumbo del “Madrid 24 horas” era el adecuado.

Barcelona ha pasado años debatiendo sobre el suyo, contraponiendo el ritmo y la “libertad” de la capital de España, con la política municipal que apostaba por aminorar la velocidad de la ciudad cuestionando el turismo, el desarrollo urbanístico, la celebración de grandes eventos, los horarios comerciales, o los patinetes eléctricos. Hemos oído miles de veces la comparación, y hasta hemos tenido aquí a los representantes electos de la capital para escucharlos describir cuanto menos que el paraíso es Madrid, donde el dinero fluye, las oportunidades se aprovechan, y los ciudadanos se sienten plenamente libres.

A mi Madrid me gusta. Me encanta. Para un visitante es una ciudad llena de actividad, de movimiento. Eso es bueno para quien va, pero de lo que no estoy seguro es de si es tolerable para quien allí vive. De eso se han dado cuenta los vecinos del Santiago Bernabeu, nada sospechosos de apreciar el régimen venezolano, cuando se ha puesto en marcha la máquina de conciertos incluída en los planes de financiación del templo madridista. Esa mecha, ha encendido un fuego democrático sobre cómo deben convivir progreso y bienestar en la capital. Y es un debate necesario. Y es extraordinario ver como la ciudadanía madrileña ha plantado cara a sus representantes, hasta forzar el cese de los conciertos que se planeaban hacer sin tener en cuenta el derecho fundamental al descanso vecinal.

Entre la Barcelona que no quería nada, y el Madrid que lo quiere todo, la razón se sitúa en el punto medio.O dicho de otro modo, sólo si ponemos a los ciudadanos en el centro de las decisiones, encontraremos el balance exacto entre el interés particular, el interés privado colectivo, y el interés público.

Los que toleran partidos de liga o champions, con sus incomodidades, no deben aguantar además una lista de conciertos interminable. Probablemente podrían acceder a convivir con algunos, cinco o seis a lo máximo durante un año…pero no uno cada semana. Y por eso se han organizado y han hecho saltar los planes de quienes contaban con su silencio para pagar un estadio magnífico, pero que no se puede insonorizar para eludir los límites que la ley impone a las actividades que allí se plantean.

Barcelona perdió ritmo y oportunidades cuando se gobernó sin tener en cuenta el concurso de sus actores económicos. Madrid está empezando a perder el apoyo de la gente cuando se ha percibido el gobernar sólo teniendo en cuenta a sus actores económicos. La realidad es que Barcelona y su modelo de ciudad no tiene por qué copiar al de Madrid, ni al revés. Madrid es frenética. Barcelona quiere ser más tranquila. Ser frenético sin poner enfermos a los ciudadanos, o ser tranquilo sin gripar el motor económico de la ciudad, son los retos a los que se enfrentan sus gobernantes.

Madrid parece que quiere ser Manhattan. Barcelona parece querer ser Copenhague. Madrid está en camino de conseguirlo, y debe pensar (los vecinos del Santiago Bernabéu ya lo han hecho) si eso es lo que realmente quiere. Barcelona está más lejos, pero si la apuesta es por la actividad de valor añadido, la ciudad sostenible (de veras), y el turismo de calidad…lo puede tener más cerca.