A principios de este mes, el señor Jaume Collboni, alcalde de Barcelona, anunció que abandonaba su cuenta institucional en Twitter, que ahora se llama X. El pobre hombre dejaba un tuit hablando de sus cosas y se le echaba encima una legión de descerebrados maleducados, una red de «bots» a sueldo de intereses muy turbios y toda clase de gentes vomitando bilis y una ortografía lamentable. Es el pan de cada día en lo que antes era Twitter, que se ha convertido en una especie de cloaca desde que «Melón» Musk compró la red social por una morterada de miles de millones de dólares y echó de patitas en la calle a ocho de cada diez empleados.

Todos sabemos que «Melón» Musk quería convertirse en la persona con la opinión más influyente del mundo. Una opinión, valga decir, peligrosa, de cuñado sabihondo. Rebautizó Twitter, eliminó el pajarito azul que hacía tuit, tuit, y en su lugar puso un fondo negro amenazante con una equis mayúscula en medio, muy premonitorio. Había nacido X. 

Han pasado dos años desde entonces. No es que Twitter fuera una maravilla. Era un escenario tabernario, con mucho cafre suelto, si bien era cierto que se respiraba un ambiente más fresco que ahora. Pero la X del «Melón» Musk es algo mucho peor, que huele a rancio. El señor Collboni lo explicó así, el 7 de septiembre, cuando decidió marcharse: "Hoy digo adiós a X. Cuando me uní, en el año 2008, era un espacio abierto donde compartir información y opiniones. Ahora se ha convertido en un sitio lleno de odio, intolerancia y mentiras". Añade: "El nuevo propietario de la red ha agravado esta degradación. X se ha convertido en un pozo de “fake news”, falsedades e intransigencia, una amenaza para la democracia". 

Es una decisión que respeto. No la comparto, pero la respeto. No la criticaré. Una decisión así no se toma a la ligera y sus razones tendría. 

Tenemos que cuestionarnos el papel de las instituciones públicas en las redes sociales. Especialmente, en tiempos donde las mentiras prefabricadas y la desinformación campan a sus anchas, por no hablar de la falta de respeto y la mala educación, vamos a llamarla así, con un deje sarcástico, porque la realidad es mucho peor. De la mala ortografía hablaremos otro día.

¿Deberían permanecer las instituciones públicas en las redes sociales como un faro en medio de la tempestad? ¿O deberían apartarse de este sórdido juego? ¿Proporcionan información veraz o juegan al engaño? ¿Qué tendrían que hacer en las redes sociales? Como nos cuestionamos el papel de las instituciones en las redes, también deberíamos cuestionarnos el de la prensa. ¿Cuál debería ser su función en las redes sociales? El etcétera de preguntas que deberíamos responder es muy largo.

Que existe gente imbécil no es nada nuevo. Las redes sociales magnifican su imbecilidad y nos apabulla el ruido que hacen. Luego están los mentirosos, los manipuladores. Un calvo vende crecepelos y lejía que cura la diabetes, el cáncer y el autismo, y tan pancho. Pero eso mismo sucede en política. La Unión Europea y los servicios de inteligencia occidentales llevan avisando desde hace demasiado tiempo del uso que hacen Rusia y China de las redes sociales para desestabilizar Occidente y sus sistemas democráticos. Cuando lo más granado del «prusés», la actividad de la Rusia de Putin en las redes sociales llamó la atención hasta del Pentágono. Los populismos a derecha e izquierda se regodean en el ambiente turbulento de las redes sociales. Es algo tóxico, maligno.

No es un entorno agradable para una cuenta institucional. El señor Collboni les podría explicar detalladamente por qué y ustedes ya se lo imaginan. No ayuda que un ministro como el señor Puente haga el cafre en X o que tantos líderes patrios catalanes propaguen bulos y mentiras con tanta afición. La verdad es que no se salva ni el Tato. Encontraríamos comunicaciones muy desafortunadas y fuera de lugar en todo el espectro político. 

Las redes son lo que se dice en la barra del bar, entre vaso y vaso de carajillo, con el palillo en la boca, a ver quién la dice más gorda. Nos divierten, nos irritan, nos entretienen, nos permiten hacer el cafre y decir burradas, y nos permiten, muy de vez en cuando, escuchar grandes sentencias. Pero, acabado el carajillo, uno sale a la calle y se enfrenta con la realidad.