Nos va el fasto y la fiesta. Prueba de ello es que a principios del siglo XIX llegaron a instalarse plazas de toros provisionales, de montar y desmontar, en el Born, el Pla de Palau, Sant Andreu y el paseo de Gràcia, cuando no se aprovechaban algunos descampados para el toreo. Como era tanto el éxito de las corridas de toros, las autoridades decidieron montar una plaza de toros en la Barceloneta, el Torín, con cabida para 12.000 espectadores, cerca del parque de la Ciutadella. La plaza rentaba 7.500 pesetas anuales para obras de caridad y el resto de los beneficios, para el empresario. Costó 360.000 pesetas. Se inauguró en julio de 1834.
En 1835, justo un año después de la inauguración, sacaron una birria de toros y el público se exaltó. El ambiente ya estaba caldeado: la Barcelona liberal, rodeada de una payesía carlista, había recibido la noticia del fusilamiento de cinco de sus milicianos; la reciente industrialización amenazaba el trabajo de muchos artesanos; había una crisis económica en curso… En fin, ya se hacen a la idea.
El espectáculo taurino acabó como el rosario de la aurora. Arrojaron de todo al ruedo hasta que lo asaltaron. Mataron a palos a uno de los toros y lo arrastraron por toda la ciudad mientras iban quemando conventos, uno detrás de otro, por donde iban pasando. Murieron dieciséis frailes el primer día. La protesta continuó y se extendió. El 5 de agosto, quemaron la fábrica de Rull, Vilaregut y Cía., empresarios que tenían la concesión de la plaza de toros. Quemaron otra fábrica del señor Vilaregut en Gràcia. Etcétera. Nunca más se toreó en el Torín. La plaza aguantó en pie hasta 1946, cuando Catalana de Gas compró los terrenos donde hoy se alza la torre de vidrio de Naturgy.
La quema de conventos y curas es una constante festiva de los barceloneses a lo largo de la historia contemporánea. Hubo varias quemas más en el siglo XIX y en el siglo XX. Hasta Franco mandó entrar con los grises en el convento de San Agustín, donde se habían encerrado los del Sindicato Democrático de Estudiantes, la famosa Caputxinada. Ni unos ni otros quemaron el convento, pero celebraron en su interior una versión actualizada del ball de bastons.
No, ya no se queman conventos. Eso sí, de vez en cuando quemamos contenedores. Barcelona ha cambiado mucho. Los toros están prohibidos desde 2012, por ejemplo, y en 1992 nos convertimos en una ciudad olímpica. Aprovechando la ocasión, le dieron un meneo a la ciudad de arriba abajo, inaugurando rondas, recuperando el Paseo Marítimo y el puerto, rehaciendo todo Poblenou y parte de Montjuïc, limpiando fachadas modernistas y subiendo el precio de las entradas de la Sagrada Familia, que ha crecido desde entonces lo que no había crecido en todo un siglo. Todo eso, repito, sin quemar conventos, lo que tiene su mérito. La fiesta fue olímpica, pero inofensiva.
El abandono de cualquier política de vivienda pública coincidió con el final de los Juegos Olímpicos y ha seguido hasta hoy. De repente, el problema se ha vuelto insoportable y no hay solución a la vista. Hay mucho bla, bla, bla, pero también mucho escepticismo sobre la capacidad de los responsables de arreglar el desaguisado. En otras palabras, la gente está para quemar conventos. A falta de conventos, se conformaría con la Sagrada Familia. Sería todo un espectáculo de luces y colores.
Consciente de este peligro inminente, un señor del Ayuntamiento de Barcelona, David Escudé, dejó escapar que podríamos presentar la candidatura de Barcelona a los Juegos Olímpicos de 2036 o los siguientes, para despistar. Es una idea que muestra bien a las claras que no existe nada más a lo que agarrarse. Es una idea que muestra falta de ideas, si me permiten. No funcionó con las Olimpiadas de Invierno, pero quizá con las de verano…
El problema es que el señor Escudé va con retraso, porque Madrid ya se había postulado para los Juegos Olímpicos de 2040 y un cup de café con leche. Esto último no nos da miedo, porque nosotros tenemos la American’s Cup, pero lo de los Juegos Olímpicos en Madrid nos jode.
Que las dos metrópolis españolas, Madrid y Barcelona, sean incapaces de ponerse de acuerdo hasta para eso es una metáfora de lo difícil que va a resultar que nuestras autoridades lleguen a acuerdos firmes y sostenidos para construir vivienda pública en número suficiente. ¿Tienen las antorchas a punto o prefieren quejarse por las redes sociales? Ahí lo dejo.