El independentismo en su conjunto, aunque hay algunas excepciones, sostiene que no ha pasado prácticamente nada en los últimos diez años. Que ni la economía catalana ni la barcelonesa se vieron afectadas por esa situación política. Pero en términos económicos existe lo que se conoce como lucro cesante. Las inversiones que pudieron haber llegado y no se concretaron. Lo que se pudo haber ideado entre todos, con el esfuerzo de muchos sectores y que no fue posible. Luego llegó la pandemia del Covid, y todo se agravó con una forma de gobernar la ciudad que irritaba al mundo económico. Entre la anterior alcaldesa, Ada Colau, y esos sectores no había apenas interlocución.

Sin embargo, al final de su mandato, y con la influencia del área económica del Ayuntamiento, en manos del PSC, se alcanzó un acuerdo con los organizadores de la Copa América. Se trataba de un evento de enorme proyección internacional. La ciudad se agarró a ello, con empresarios que avalaron la operación, y con instituciones como Barcelona Global.

Más allá de la propia competición deportiva, y de las inversiones que ya estaban previstas para poner al día el Port Vell, la Copa América ha servido para recuperar la autoestima, para relanzar la ciudad en el concierto internacional. Fruto de esa insistencia, de esa voluntad política –se denomina diplomacia económica—Barcelona será también el escenario en los próximos años del inicio del Tour de France o del Congreso Internacional de Arquitectura.

Barcelona está ya en otro momento, muy distinto al que se vivió entre 2015 y 2022. Hay inversiones, ilusión. ¿Problemas? También, claro, y el principal es la falta de vivienda, y el debate sobre cómo se puede regular bien el turismo, que supone casi el 15% del PIB de la ciudad.

Por ello, lo que suceda ahora con la posible sede de la Copa América, que celebrará otra edición en 2026 ya no es tan acuciante para la capital catalana. Puede albergar la carrera dentro de dos años, pero la organización y lo que pueda resultar para los barceloneses será muy diferente.

Porque el CEO del Emirates Team New Zeeland, Grant Dalton, también sale de otra manera de la Copa América. El legado para él ha sido inesperado: en Barcelona ha habido una competición femenina, por primera vez, una ‘regata cultural’, con actos artísticos en la playa y en el Eixample, y un acuerdo para que las escuelas puedan organizar cursos de vela.

La Copa América ha supuesto un trampolín para Barcelona, pero también para Grant Dalton, que tenía otra idea de su propia competición. Dalton ha aprendido que en muchos países hay distintas administraciones. Que se debe dialogar y ceder, ofrecer ideas y alternativas. Porque su relación inicial no fue fácil. Pedía un único interlocutor, pero estaba el Ayuntamiento, el Puerto de Barcelona, la Generalitat y el Gobierno de España.

El evento ha finalizado, con su equipo como ganador absoluto. Y con la conclusión de que Barcelona ha sido “fantástica”.

Ahora queda lo más difícil. Barcelona ha logrado lo que pretendía, pese a que la Copa América no haya colmado todas las expectativas, especialmente la de los restauradores. Y Dalton ha obtenido una proyección enorme de su competición, más terrenal, no únicamente crematística. Bella. En una ciudad envidiada. En su tejado está ahora apostar por esa senda, o buscar –y no le faltarán novias—una ganancia mayor.