En Barcelona, los últimos ayuntamientos, todos sin excepción, han ido descubriendo la bondad de las calles peatonalizadas. Se supone que apenas tienen otro tráfico que el de los residentes y los vehículos de servicios, de modo que los peatones pueden circular por ellas con tranquilidad. Un ejemplo, del que los vecinos empiezan a estar hasta el gorro, es Consell de Cent y las vías perpendiculares (Rocafort, etcétera) que también disponen de este privilegio. Pero la seguridad del peatón es una absoluta falsedad. En esas calles caminar es una actividad de alto riesgo. Mientras hubo aceras, los viandantes -fueran ancianos, niños, mujeres o militares sin graduación-, estaban relativamente a salvo en ellas. Tenían que soportar patinetes y bicicletas, más el aparcamiento de algunas motos, pero los coches, camionetas y furgonetas, ante el temor de que los bordillos les estropeasen los neumáticos, se mantenían en general en la calzada. Suprimidas las aceras, el peligro desaparece y toda la calle se convierte en pista para vehículos que no se ven en absoluto obligados a respetar norma alguna. Si circulan por donde no deben, ¿por qué van a limitar la velocidad? El resultado es que el peatón ya no está a salvo en ninguna parte, de modo que añora las aceras, una zona relativamente segura.

Utilizan esas vías hasta los coches de la Guardia Urbana y los Mossos d’Esquadra, legalmente, porque la presencia de un agente anula las otras señales de tráfico, aunque como ejemplo resulta fatal. Claro que los desaprensivos no necesitan malos ejemplos: se miran el ombligo y con eso basta.

Una de esas calles peatonalizadas para mal es la de Galileo entre la avenida de Madrid y Can Bruixa. Ya las obras empezaron tarde y mal y acabaron con más retrasos; para ser exactos: sin final feliz. Dado que estaba en vigor el decreto de sequía, no se plantaron los árboles previstos. La sequía terminó, pero los árboles siguieron (siguen) sin ser instalados. En su lugar hay unos notables parches de cemento que facilitan enormemente el aparcamiento de quien quiera y los movimientos en zig zag a alta velocidad de cualquier vehículo que la utilice. Hay también unas jardineras que mueven a su antojo quienes quieren aparcar. Como nunca ha habido nadie encargado de hacer respetar las señales, los conductores de todo tipo se han ido acostumbrando a la impunidad. Además, Galileo es la única vía entre Carlos III y  Nicaragua que une la avenida de Madrid con Travessera de les Corts y la Diagonal, de modo que los vehículos la utilizan para evitar un recorrido mayor. Si al principio se respetó ligeramente la prohibición de circular vehículos, poco a poco se ha ido comprobando que era una prohibición opcional: quien quiere la respeta y quien no, la infringe. Y no pasa nada. Bueno, sí que pasa: los peatones tienen que ir saltando aquí y allá para evitar ser cazados por ruedas amenazantes. Nunca ha habido Guardia Urbana y, como no es zona azul, tampoco otro tipo de agentes que vigilen que nadie aparque.

Pasa lo mismo en la calle de Guitard, aunque en menor medida, porque es más corta y tiene menos tráfico.

Hay que reconocer que hay gente con conciencia y utiliza la calle de Galileo para circular aunque no se puede, pero luego aparca en alguna de las laterales. Caballero, por ejemplo, tiene las dos aceras (estrechas) ocupadas por motocicletas. Allí hay una residencia de ancianos y antes, alguno de ellos, salía a pasear acompañado. Ya no se atreven a competir con las motos y, si van dos personas, ni caben. La avenida de Madrid, tras la pandemia, ganó un carril supuestamente para peatones. Éstos tampoco caben: es de uso casi exclusivo de patinetes, bicicletas y motos que aparcan en la acera y en el carril supuestamente peatonal. ¡Ni una multa!

Visto lo visto, la peatonalización es un fraude, empezando por el nombre. No se gana espacio para el viandante, se gana para los vehículos conducidos por gente a quien no importa vulnerar las normas de convivencia. Porque la cosa es clara: evitar esos comportamientos incívicos no es represión, sería, si se hiciera, que no se hace, defender los derechos del sector más débil de la movilidad: el que va andando por la calle. Porque aunque las autoridades no lo crean o lo hayan olvidado, en Barcelona aún hay quien camina. O lo pretende.