Es un vicio de los directores artísticos de cine y televisión convertir cualquier escenario medieval en un nido de mierda y vestir a las personas de esa época con harapos o ropas de cuero, dejarlos con el pelo grasiento, mal afeitados, las uñas negras, la piel sucia y un aspecto por lo general deplorable. Dejando a un lado algún clásico de Hollywood como “Robín de los bosques” o “Ivanhoe”, lleno de Technicolor, la Edad Media aparece en las pantallas toda marrón o gris, asquerosa, y como tal aparece en el imaginario popular. Pero no fue así, ni mucho menos. Desde luego que no.
Consuelo Sanz de Bremond y Javier Traité son los autores de “El olor de la Edad Media”, un ensayo de mil y pico páginas que ya lleva varias ediciones y que nació con la idea de acabar con esa leyenda de mierda. En un libro que se ha convertido, nada más salir al mundo, en un clásico de referencia, Consuelo y Javier nos muestran un medioevo preocupado por la higiene personal y la limpieza de casas y ciudades. Hablan de un invento medieval como el jabón, de los baños públicos, de la cosmética y la perfumería, del tratamiento de las aguas fecales… Para muchos será una sorpresa descubrir la obsesión de las personas vulgares y corrientes, pero también de las autoridades de la Edad Media, por la limpieza. Entre tantas páginas, Barcelona asoma aquí y allá, con sus reglamentos municipales sobre la venta callejera de casquería, por ejemplo.
Javier y Consuelo me hablaban de su libro mientras lo iban escribiendo y cuando me dijeron su título, lo consideré un acierto. Luego, cuando los han entrevistado o en las presentaciones de su libro, siempre alguien pregunta a qué olía la Edad Media, cuál era el olor de una ciudad medieval. La respuesta es que olía a leña, porque la leña era el combustible que empleaba todo el mundo para calentar la casa o la comida. También olería a campo, que decimos los de ciudad, porque en las ciudades medievales abundaban los huertos y jardines y también se criaban animales. Luego tendríamos olores a salazón, curtidurías y cosas por el estilo, que nosotros, tan modernos, hemos arrinconado o hecho desaparecer de nuestras ciudades. Barcelona olería a mar, a pescado, a betún de las atarazanas, a bostas, a perfumes exóticos y especias provenientes del Mediterráneo oriental…
El buen o el mal olor, me cuentan, es también algo cultural. Dígase de otra manera, forma parte de nuestro paisaje y nuestra costumbre. Creo que fue Javier, pero puede que fuera Consuelo, quien, respondiendo a una pregunta, dijo: “¿Olía mal la Edad Media? Pues depende. ¿A qué huelen nuestras ciudades? ¿Huelen bien?”. Un habitante de la Barcelona medieval que aterrizara en esta, nuestra Barcelona, ¿a qué olería?
De entrada y no me cabe la menor duda, a petróleo. Los hidrocarburos aromáticos tienen un olor peculiar ellos mismos y cuando se queman. Ahí andan, a nuestro alrededor, los humos de los tubos de escape o las calefacciones. Nuestro visitante medieval tendrá a menudo la oportunidad de contemplar desde lo más alto del Tibidabo el efecto de una niebla fotoquímica, esa especie de boina de humo que cubre la ciudad, mezcla de hidrocarburos no quemados, partículas en suspensión, monóxido de carbono, óxidos de nitrógenos y de azufre y quién sabe cuántas porquerías más. Imagino a nuestro invitado oliendo por primera vez el humo de un autobús diésel. Luego dirán que una ciudad medieval huele mal.
Pero imagínenlo en un vagón del metro en hora punta, algo insólito en la Edad Media. Ese olor a humanidad tan húmedo y característico. El olor a rancio, a meados y basuras lo encontrará más en unos barrios que en otros, porque la limpieza de la ciudad va acorde al nivel de la renta de los vecinos. Descubrirá el olor de la miseria en los poblados de barracas de Barcelona, que ya no son anecdóticos, sino crónicos. Olerá a chorizo en los homenajes a un antiguo presidente de Banca Catalana. Si nos visita en verano, olerá a crema solar, a cerveza derramada, a piel blanquita churruscadita por el sol. Le costará reconocer los olores de las cocinas de los restaurantes. No solo porque tomates y patatas son americanos; imagínenlo en una cadena de comida-basura, en un restaurante chino, en una pastelería de postín, en una cafetería, en un bar de tapas… ¡Para volverse loco! ¿Le gustarían esos olores?
¿Barcelona huele a mar? A veces, en algún sitio, un rato y sin exagerar. ¿A campo? No, definitivamente no. ¿A qué huele Barcelona?