David Rousset fue diputado gaullista pero antes simpatizó con el trotskismo y militó en la resistencia francesa contra los nazis. Acabó en el campo de concentración de Buchenwald. Liberado, escribió un libro sobre su experiencia, que era una primera reflexión sobre la capacidad de supervivencia del mal, aunque el fascismo pareciera entonces derrotado. “La existencia de los campos de concentración es una advertencia; el experimento puede volver a empezar más tarde en otra parte. Es sólo una cuestión de circunstancias”.

¿Cuáles son las circunstancias que potencian el mal? La primera, la conversión del individualismo en valor supremo, lo que conlleva la voluntad de imponer el propio yo sobre los demás, que importan menos o, simplemente, no importan. Vamos por ese camino.

Un síntoma de ese triunfo del yo es la necesidad de Barcelona de dotarse de una ordenanza para perseguir y tratar de reducir el incivismo creciente. Una ordenanza claramente represiva que prevé endurecer las multas para ciertos comportamientos porque está claro que el buenismo de la izquierda de la izquierda (¡vaya redundancia!) no ha dado resultado. La reforma que se propone de la ordenanza es el reflejo de un fracaso colectivo. Los valores comunitarios cotizan a la baja y hay que imponer la convivencia a golpe de sanción.

Detrás del individuo que circula a su aire en bicicleta o patinete apabullando a los peatones están esos valores individualistas que encarnan personajes como Trump, Milei o Díaz Ayuso (salvando las distancias). Sus comportamientos reflejan una pésima educación, falta de respeto por los demás, el egoísmo como regla. Eso sí, todo embozado bajo una supuesta defensa de la libertad. La propia, sin que nadie tenga derecho a limitarla. Se nota incluso en el tono; no hablan, gritan. El epígono más notable de esta zafiedad es la eurodiputada catalana Dolors Montserrat, en abierta competición con Miriam Nogueras.

Barcelona ha acabado por necesitar la reforma de la ordenanza cívica incrementando las multas, porque los valores colectivos que en algún momento pudieron parecer dominantes están hoy en retroceso.

Algunos dicen que esos valores aparecen cuando más se les necesita: en las calamidades. No es verdad. Eso de que el pueblo salva al pueblo es una tontería, salvo que se piense que los concesionarios valencianos de coches no forman parte de ese pueblo salvador. Una de las primeras consecuencias del desastre ha sido el encarecimiento de los vehículos al aumentar la demanda.

Podrían haber reducido los márgenes. Se ha hecho todo lo contrario. Se comprende: es una oportunidad de negocio, de obtener un plus de beneficio, como mandan las leyes del capitalismo: máximo beneficio para uno mismo en el mínimo tiempo. ¿Habrá que recordar que la base última del capitalismo es el individualismo?

La obtención de beneficios es lo que lleva al intermediario a pagar poco y cobrar mucho y a tratar de ahogar al repartidor pagándole menos, llegando a mínimos abusivos; el repartidor responde ahorrando tiempo y para ello ocupa el carril bus o la acera, si no está invadida por un ciclista que necesita llegar pronto a un trabajo mal pagado. Cada uno mira por sí mismo, ignora a los demás y a la colectividad. Es el sálvese quien pueda, la ley de la selva.

Hay un egoísmo estimulado por la necesidad de sobrevivir y hay también un egoísmo de baja intensidad que se percibe en conductas que no son sólo incívicas; son indecentes: orinar y hasta masturbarse en plena calle. Hace un tiempo estar borracho era un oprobio. La gente se reía de quién bebía hasta perder el sentido y sentía lástima por los alcohólicos. Hoy la borrachera se utiliza como eximente para conductores homicidas.

Algo debería reflexionar el colectivo de enseñantes. A no ser que se asuma que en las aulas sólo se enseñan técnicas y no se transmiten valores. El resultado es lo que el añorado Gabriel Cardona llamaba el “fascismo personal”, el ensañamiento con el débil. Él lo percibía y lo repudiaba en las novatadas en los cuarteles, en el mal trato a los novatos.

Barcelona necesita la ordenanza del civismo para reconducir una convivencia deteriorada, pero habría que meditar sobre cómo se ha llegado hasta aquí y cambiar las circunstancias que lo han provocado. Tiene parte de razón la izquierda de la izquierda en la necesidad de educar al personal. Ahora las medidas son necesarias porque no todos están educados, pero ¿cuándo lo estarán? La maldad existe (sea o no ignorancia del bien, como creía Platón), y acecha escondida trás lo que McPherson llamó un día el “egoísmo posesivo”.

El yo por encima de todo y de todos.