Hace algunos años, cuando parte del pensamiento se encantaba en lo que se llamaba entonces la dialéctica, era un lugar común hablar del paso de la cantidad a la calidad: si a un hombre tendido en el suelo se le pone una piedra sobre el pecho no le pasa nada y apenas lo nota, pero si se le siguen poniendo piedras, habrá un momento en que quedará aplastado. Se daría, decían los dialécticos, un salto de lo cuantitativo a lo cualitativo. El refranero español ya registra algo similar cuando dice que a veces lo poco agrada pero lo mucho enfada. El caso es que los barceloneses han empezado a enfadarse ante la extensión de la picaresca dedicada al pequeño hurto, hasta acabar percibiéndola como un problema de seguridad. O de inseguridad, según se mire.
Jaume Collboni y Salvador Illa se lo han dicho al Gobierno central y parece que éste ha sido receptivo. Ahora sólo falta que sea verdad. A ver si se convencen de que tiene razón Illa cuando dice que garantizar la seguridad es cosa de izquierdas. La derecha, cuando pretendió hacerlo, parió la ley mordaza que sólo ofrece inseguridad a la ciudadanía. Por cierto, que lo que sigue vigente de ella se debe a la gran sagacidad de ERC.
Las cifras conocidas no hablan bien del comportamiento de los aparatos del Estado. Según éstas, los cuerpos de seguridad detienen a los presuntos delincuentes, pero los procesos se eternizan en los juzgados porque los juicios rápidos, que deberían celebrarse en un plazo de 15 días, tardan más de medio año. El resultado es que las penas previstas para evitar la multirreincidencia no se aplican. Y no será por falta de candidatos. El pasado año, sólo en Barcelona, 487 detenidos estuvieron implicados en unos 6.169 delitos.
A más de 12 por cabeza de media. Como son hurtos pequeños, ninguno de estos supuestos delincuentes acaba apartado de la calle. La función de la prisión es, desde luego, rehabilitar al delincuente, pero también busca un segundo efecto: evitar que siga siendo una amenaza para los demás.
Ahora el Ministerio de Justicia enviará a Barcelona jueces de refuerzo. Ahora quiere decir, en el lenguaje gubernamental, dentro de unos meses, porque no se pretende en modo alguno hundir la campaña de Navidad, tan fructífera para el colectivo de los ladronzuelos.
Si los datos policiales son más bien tristes, los judiciales son sorprendentes. Hay 29 juzgados de lo penal que vienen dictando unas 6.000 sentencias al año. Sale a unas 206 por juez. Casi una por día laborable. Lo curioso es que los cuatro juzgados de este tipo que actúan como refuerzo dictan 2.000 sentencias anuales: 500 por cabeza; es decir, más del doble que los jueces con plaza fija. Siempre y cuando las matemáticas no fallen y hayan sido bien aprendidas por quien hace los números, cosa que en Cataluña resulta más que dudoso porque los chavales salen fatal de las aulas en lo que a los números se refiere.
Vistas así las cosas, la solución es sencilla: despedir a los 29 jueces con plaza en propiedad y contratar a otros que trabajen tanto como los de los juzgados de refuerzo. Porque decretar que se trata de una situación de emergencia y hacer que sus señorías hagan (como los médicos o los soldados de la UME) horas extraordinarias no figura en el programa de las autoridades.
La actuación de cacos y carteristas es uno de los elementos que más dispara la sensación de inseguridad. Pero no es la única. Cualquiera que utilice el metro y pase por la plaza de Catalunya podrá ver que los andenes están mayoritariamente ocupados por manteros, que no son delincuentes (aunque su actividad se halle fuera de los márgenes de la legalidad), pero que suponen un grave peligro para los usuarios del transporte que se quedan sin apenas paso. La policía no interviene porque podría causar un problema mayor. Un mantero casi no estorba y, además, es fácil de expulsar; 50, en cambio, son un problema real.
A ver si va a acabar resultando que los epígonos de Hegel y de Georges Politzer -grandes defensores de la dialéctica, salvando las distancias-, tenían razón y la cuestión estriba en entender el paso de la cantidad a la calidad. En este caso, a la falta de calidad en el espacio público.