Felipe VI nos largó el pasado martes su anual (y breve) discurso de Nochebuena y los barceloneses le hicimos el caso habitual, que suele ser escaso, tirando a nulo. Yo lo escuché por la radio mientras me zampaba unas gambas muy buenas y, como de costumbre, me pareció que el monarca soltaba un monólogo cargado de buena intención, pero, como el rey reina, pero no gobierna, de una eficacia digamos discutible.

Vamos a ver, me gusta su tono, y me gustó que aprovechara la ocasión para picarles un poco la cresta al PSOE y al PP y recordarles, con discreción, que no era necesario andar todo el día a la greña, pero, ¿para el caso que le van a hacer? Bastante ha hecho el pobre dando la cara en Valencia mientras Pedro Sánchez abandonaba por patas el lugar de su visita (sin haber vuelto a acercarse por el Levante español ni en broma, ni siquiera para los entierros).

También me parecían muy bien los discursos de su padre, el Emérito, cargados asimismo de buena intención, aunque después de asistir a su decadencia moral y a los bien remunerados monólogos de Bárbara Rey, la verdad es que ya no los recuerdo con tanto cariño. Y por lo que respecta a los anteriores discursos navideños, los del Caudillo, que en casa se seguían con un silencio sepulcral, confieso que me costaba un poco tomármelos en serio y que oscilaban entre la risa y el aburrimiento. Eso sí, hacía falta cuajo para referirse a las protestas universitarias y al cirio filo etarra como consecuencias desviadas de “el estudiantado inquieto” y “el noble pueblo vasco”.

Todo este exordio es para llegar a la conclusión de que no tengo nada en contra del rey ni de sus discursos, aunque les haga un caso relativo. Mi desinterés está exento de hostilidad y me parece muy bien que se emita cada año el discursito bienintencionado. Creo que a la mayoría de los españoles les pasa algo parecido. Si lo escuchan, bien. Si no, tampoco pasa nada. Es un simple trámite monárquico que hay que cumplir y que, total, no llega ni a los quince minutos de duración.

Curiosamente, los más interesados en el discurso real son los republicanos y los separatistas, colectivos que, teóricamente, deberían pasar como de la peste de lo que diga o deje de decir Su Majestad. Pero no es así. A la mañana siguiente, en plena Navidad, mientras los demás partidos dicen que el discurso estuvo muy bien o, simplemente, no dicen esta boca es mía, JUNTS, ERC, PNV, Sumar, Podemos, Bildu y puede que hasta alguna pandilla extraparlamentaria se lanzan a poner verde al monarca y a mostrarse muy molestos por sus palabras.

Me han llegado comentarios muy severos de los de Sumar, e intuyo que a Podemos tampoco les debió complacer el bienintencionado discurso. Tururull y el beato Junqueras han coincidido en el homenaje a Macià en el 91 aniversario de su fallecimiento y se han mostrado muy ofendidos por las llamadas a la serenidad política del rey de España. Según Tururull, no tiene derecho a reclamar serenidad alguien que envió a la policía nacional a repartir porrazos entre las yayas que pretendían votar en un referéndum ilegal y que pronunció un parlamento relativo al sainete de octubre del 17 (que a muchos nos pareció tan firme como razonable: ¿alguien se puede sorprender de que el rey de España esté a favor de la unidad de España? ¡Pues lo siguiente es quejarse de que el Papa sea demasiado católico!).

Curioso país el nuestro, en el que los que no tenemos nada contra la monarquía parlamentaria apenas prestamos atención a los mensajes del rey, pero los que quieren salirse de España o convertirla en una república (aunque siempre acaban como el rosario de la aurora) no se pierden una palabra de los discursos reales, aunque solo sea para poder despotricar a la mañana siguiente. Las quejas, además, no tienen tan siquiera una base profesional. Con la tragedia de Valencia ha quedado meridianamente claro que Felipe VI hace mejor su trabajo que la inmensa mayoría de nuestros políticos.