Dice la tradición cristiana que las Navidades son fechas de paz y amor en las que se conmemora el nacimiento de un migrante sin papeles en el portal de Belén. Un niño tan pobre que el calor se lo daba el aliento de un buey y el de una mula, ya que sus padres, ante la imposibilidad de acceder a una vivienda digna, se alojaron en un establo, tal vez con el tejado de lata o amianto.

Los representantes actuales de aquel niño, que guardan memoria de aquella miseria, han hecho suyo el grito de un personaje de Lo que el viento se llevó y nunca volverán a pasar hambre ni frío ni a dormir sobre la paja. Por eso han decidido alejarse cuanto puedan de los pobres y acercarse lo más posible a los ricos. La prueba son dos acontecimientos recientes: la inauguración de las obras de Nôtre Dame en París y un funeral católico en Valencia. En ambos casos los invitados fueron las autoridades locales y del mundo. Ni un pobre fue llamado a compartir la fiesta. Además, los obispos parisinos habían pensado ayudarse a bien pasar cobrando la entrada al templo, cosa que mereció la repulsa de su jefe máximo, Francisco, obispo de Roma, quien les recriminó que pretendieran cobrar por entrar a la casa de Dios.

Francisco no debe de saber lo que ocurre en Barcelona, donde los católicos cobran entrada a la catedral, a la basílica de Santa Maria del Mar, a Sant Pau del Camp (una de las iglesias más bellas de la ciudad) y al templo expiatorio de la Sagrada Familia, erigido como negocio floreciente, a mayor honra y gloria de quien corresponda.

París ha sido reconstruido con dinero ajeno a la Iglesia católica. Los templos de Barcelona se financian gracias a las aportaciones del Estado y las exenciones de impuestos a las religiones, ampliadas por el gobierno actual, que dice ser de izquierdas pero en esto mantiene actitudes de meapilas. Unos y otros ignoran la separación que debiera haber entre Iglesia y Estado, basada en la Constitución y, ya de paso, en los Evangelios, que distinguen entre las cosas de Dios  y las del César.

El único gesto a favor de la separación Iglesia-Estado hecho por el Gobierno es un anuncio: la voluntad de eliminar del código penal el delito que supone la crítica a los sentimientos religiosos. Ha dado mucho juego en mano de algunos creyentes: movidos por el fanatismo (y por la buena acogida de algunos jueces) se han dedicado a querellarse contra cualquiera que sugiriera dudas sobre creer en lo que no se ve.

Pues bien, el mero anuncio, sin mayores consecuencias, ha provocado la protesta conjunta de las diversas confesiones cristianas, la Federación de Comunidades Judías y la Comunidad Islámica, que no aceptan ser criticadas en nombre, se supone, de la libertad de creencias. No ha protestado la comunidad Pastafari, seguidores del Espagueti Volador.

España era un país confesional durante la dictadura y los obispos, bien pagados por el dictador, lo llevaban “bajo palio”. A cambio, se perseguía cualquier tipo de discrepancia. La influencia antilaica es tal que un sacerdote sensato (y de buena fe) como Xavier Morlans señalaba hace poco en un artículo: “Según las estadísticas, hay más de un 80% de personas que son creyentes de alguna cosmovisión religiosa” ya que “el ateísmo puro se da sólo mayoritariamente en el Occidente altamente cualificado”.

Algo es algo: hay ateos puros y creyentes impuros, todos ellos en el mismo saco, sean partidarios de Cristo o del vudú.

Lo cierto es que, liberados del yugo de la obligación clerical, los creyentes (puros o impuros) han descendido vertiginosamente en España. Hace 10 años, el 72,4% de los españoles se declaraba católico. En el último estudio del CIS, el porcentaje ha caído al 52,6%. Los ingresos, en cambio, siguen creciendo.

En 2023 los 119 obispos españoles ingresaron 382,4 millones de euros por el porcentaje de la declaración del IRPF. Más la exención de impuestos, que no es moco de pavo. Y, como por sus obras los conoceréis, que dicen las Escrituras, un segundo dato: las bodas, bautizos y comuniones han pasado en una década de 559.910 a 350.529. Eso sin tener en cuenta cuántos de estos acontecimientos tenían más de celebración social (y pagana) que de acto religioso en sí.

Y es que esas celebraciones cuestan una pasta, de modo que cada vez será más claro eso de “dejad que los ricos se acerquen a la jerarquía eclesiástica”. A ésta le va bien. Más aún: muy bien. Mejor que al niño nacido supuestamente hace 2024 años.