Hace poco más de un mes, más de 20.000 personas se manifestaron en Barcelona a favor del derecho a una vivienda digna. Esta misma semana, el barómetro municipal les ha dado la razón: el 38,8% de los barceloneses creen que el acceso a la vivienda es el segundo de los problemas que padece la ciudad (el primero, 38,9%, es la inseguridad).

Para acabar de rematar la cuestión, la evolución anual de los costes muestra una clara tendencia al alza, muy lejos del 2,8% de la inflación: el precio de venta ha subido un 5,5%, mientras que los alquileres lo han hecho muy por encima: el 10,9%.

Decididamente, la vivienda es un problema serio en toda la ciudad. En realidad, lo es en casi todas partes. En Barcelona, en Cataluña, en España y en el conjunto de la Unión Europea. Lo cual no debería ser consuelo de nadie que no se considere tonto de remate o sea especulador inmobiliario.

La manifestación de noviembre, que seguramente ha contribuido a sensibilizar más a la ciudadanía, estaba convocada por diversas entidades, con protagonismo destacado del Sindicato de Inquilinos. Un sindicato es una agrupación de trabajadores para defender sus intereses. Los inquilinos pueden ser en algunos casos trabajadores, pero no es eso lo que les define.

Hay inquilinos que son empresarios y que explotan sin escrúpulos a sus asalariados. Por eso, pedir, como se hacía en la manifestación, una rebaja lineal del 50% para todos los alquileres es un puro disparate. Tampoco tiene sentido reclamar el acceso a la propiedad como un derecho. Todo ciudadano tiene derecho a disponer de una vivienda, pero no necesariamente en propiedad.

En Barcelona los propietarios suponen el 55,9%: el 33,5% son plenamente propietarios, y el 22,4% restante está pagando aún la hipoteca. El 34,1% de los barceloneses vive de alquiler. Si es justo, no es un problema.

Entre los dueños de los pisos hay de todo: desde grandes propietarios, incluyendo fondos buitre, inmobiliarias y la banca, hasta quienes decidieron que (dado que esto es una sociedad de mercado y no lleva visos de cambio) invertían en el ladrillo a modo de plan de pensiones.

Pequeños ahorradores que disponen de dos o tres viviendas porque prefirieron el ahorro a patearse el dinero en joyas, viajes o coches de alta gama.

El énfasis en la propiedad de un amplio sector de quienes denuncian el problema (que es real) y la adopción del término “sindicato” en vez de “asociación” (lo que es realmente) muestra que la reivindicación pretende tener un carácter transversal, ignorando que el verdadero problema es de clases sociales y no una cuestión de edad.

El hijo del emérito no tiene problema ni lo ha tenido nunca para acceder a una vivienda y si quisiera tener amantes como su padre podría ponerles un piso en la Castellana o en el paseo de Gràcia. Lo mismo vale para los Botín y para los descendientes de los Aznar, Rato y Zaplana.

El problema no es la edad: es la economía. Como decía la madre de Marisa Paredes, ser rico se hereda y ser pobre, las más de las veces, también. Son los pobres los que tienen dificultades para acceder a una vivienda digna, unos pobres que existen y son cada vez más, aunque se oculte el término porque resulta contradictorio con una sociedad que se pretende de la opulencia, aunque empieza a regatear más a los servicios básicos: educación y sanidad de calidad y, por supuesto, una vivienda digna.

Quien haya visto la película El 47 habrá podido comprobar que el problema inicial no era el transporte, sino la vivienda. Los pobres menos pobres (también están los sin techo) tenían que conformarse con instalarse en el extrarradio de la ciudad e ir accediendo a bienes como el agua corriente y el alcantarillado a golpe de reclamación y, en ocasiones, con gestos de fuerza, como el que refleja la película.

Un gesto de fuerza que fue un gesto de clase. El filme no lo cuenta (sus autores tienen derecho a construir un relato de ficción con los mimbres que quieran) pero detrás de aquella reivindicación había un partido de clase: el PSUC, con notable presencia en las asociaciones de vecinos. Vecinos necesitados de todo. No por vecinos sino por pobres. Muchos de ellos se unieron a un sindicato que, en aquellos años, también decía ser de clase: Comisiones Obreras.

Luego vino Rafael Ribó, perteneciente a una familia de la clase opuesta, y ayudó a desmantelarlo todo.

Ya no había pobres ni clases ni reivindicaciones obreras.

Las dificultades de acceso a una vivienda muestran a las claras que sigue habiendo pobres (y ricos sin ese problema), porque ¿para qué engañarse?: sigue habiendo clases y también lucha de clases.