Todo es normal. Todo se ha interiorizado, y, lentamente, las instituciones van perdiendo legitimidad, porque los electores no entienden que las rivalidades políticas acaben siendo lo más importante. Una ciudad, un parlamento autonómico, un gobierno central, deben tener presupuestos. Cada año. Es el funcionamiento de esas instituciones lo que está en juego. Y los servicios que prestan.

En cambio, el mensaje que se ofrece es que todo es relativo. No pasa nada. No se acaba el mundo. Los sistemas democráticos juegan con fuego porque olvidan una primera obligación: deberían ser ‘algo eficaces’, resolver situaciones, llegar a acuerdos en beneficio del conjunto.

Está claro que las responsabilidades no se deben repartir por igual. El Ayuntamiento de Barcelona no tendrá presupuestos para este año porque los posibles socios del PSC se niegan a secundar las cuentas del alcalde Jaume Collboni.

Aunque Esquerra se ha mostrado receptiva, sus cinco concejales no son suficientes. La llave la tienen los comunes, que se han refugiado en la oposición y no quieren saber nada de los socialistas, con el sueño de que en las elecciones de 2027 una recuperada Ada Colau podrá optar, otra vez, a la alcaldía.

Los argumentos son falsos. Lo que señala el partido de Colau y de Janet Sanz es pura retórica. Sus dirigentes piden que se ponga en marcha una funeraria pública y el dentista municipal, cuando no lo pudieron implementar en ocho años al frente del consistorio, y con decisiones judiciales en contra. ¿De verdad son peticiones que se lanzan con el propósito de pactar un presupuesto con el PSC?

También es cierto que el PSC no puede aspirar a mucho más. Obtuvo diez concejales, y con una votación cruzada y anti natura logró que Jaume Collboni fuera alcalde, con el apoyo de los comunes y del PP, para impedir que la alcaldía quedara en manos de Xavier Trias, de Junts per Catalunya.

Descartada la fórmula de un acuerdo con Junts, que hubiera tenido más probabilidades si Trias hubiera quedado en segundo lugar, el PSC sólo podía buscar un tripartito de izquierdas que no acaba de fructificar.

La gobernabilidad ha entrado en una profunda crisis en las democracias parlamentarias. El voto fraccionado impide la formación de ejecutivos sólidos. Ha sucedido en el Ayuntamiento de Barcelona y también en el Parlament, donde el socialista Salvador Illa tampoco tendrá presupuestos para 2005.

Se trata de una perversión del sistema, que necesita una reforma profunda. Es verdad que las ciudades y los territorios, como Catalunya, tienen una dinámica propia. Hay la posibilidad de acordar partidas extraordinarias y la máquina administrativa funciona por sí misma. Pero si los ciudadanos se conformaran con esa situación, ¿qué sentido tendría la existencia de unos concejales y de un equipo de gobierno?

En el caso de los comunes, ¿de verdad sus votantes desean castigar a Collboni, renunciando a pactar los presupuestos de la ciudad? ¿Qué ganan los barceloneses y los electores, en concreto, del partido de Colau?

¿No sería más eficaz pactar las cuentas y exhibir que prima la responsabilidad, que se desea que la ciudad vaya adelante y se constate que el PSC necesita de forma imperiosa esos votos?

Con Trump ya al frente de Estados Unidos, con muchas democracias liberales en la cuerda floja, los responsables políticos deberían ser más conscientes de lo que está en juego. No, no es normal que no se aprueben los presupuestos. No, claro que no se acaba el mundo, pero un gobierno debe tener como prioridad sacar adelante sus cuentas públicas.