Barcelona se ha acostumbrado a pulverizar sus marcas estadísticas, y el padrón municipal no podía ser menos. Este fin de semana hemos sabido que 1.732.066 almas pueblan la capital catalana, una cifra no conocida en los últimos 40 años.

Barcelona crece, y ese crecimiento obliga a mudar de piel. Somos más y más diversos en una ciudad en la que los autóctonos son minoría desde hace años. Más de 600.000 de nuestros vecinos nacieron fuera de España, la mayoría en el continente americano, y un cuarto de la población de la ciudad conserva la condición de extranjero.

Según la Oficina Municipal de Datos, Barcelona cobija a vecinos de 182 nacionalidades  diferentes, pas mal en un mundo en el que se contabilizan 195 estados reconocidos internacionalmente.

La consecuencia inevitable es un progresivo cambio del paisaje humano de nuestra ciudad. Un cambio no siempre fácil --como en todo, la experiencia va por barrios, aunque todos asumen su buena cuota de inmigrantes-- que arrastra a muchos vecinos autóctonos a un cierto conservadurismo y nostalgia por la Barcelona que fue. Una pendiente no exenta de cierta xenofobia, aunque pocos querrán reconocerlo, que paradójicamente no se fija solo en los inmigrantes pobres.

¿Quién no se ha quejado de la avalancha de expats que colonizan esos rincones que considerábamos solo nuestros con el vaso de cartón en la mano? Esos nuevos vecinos en los que vemos una de las causas del crecimiento imparable de la vivienda o las subidas sin fin del coste de la vida, ufanos con sus sueldos de países en los que la media salarial puede duplicar la española. 

Porque esas cifras de récord tienen su cara B. Barcelona crece en población, pero lo hace gracias a la llegada de nuevos vecinos, mientras los autóctonos se sienten expulsados. Especialmente las familias jóvenes, convertidas en el principal contingente de vecinos que ha recogido sus trastos para mudarse a poblaciones cercanas que van desde Hospitalet del Llobregat a cualquier municipio del Maresme.

Nuevas ciudades donde afianzar un proyecto de vida y de familia cada vez más cuesta arriba en Barcelona. Municipios que cuentan con servicios de educación o sanidad tan buenos como los de la capital, gracias al progreso generalizado de nuestro Estado del bienestar, al tiempo que ofrecen viviendas más asequibles y espaciosas, o un urbanismo más amable.

Así, los menores de 16 años alcanzaron su mínimo histórico en Barcelona con los datos de 1 de enero de 2025. Apenas un 16% de una población que, por el contrario, cuenta con más de un millar de vecinos que superan los cien años. Solo en 2024 más de 7.000 niños de hasta 14 años abandonaron la ciudad con sus familias.

Somos más, pero también más viejos. Y el rejuvenecimiento de la ciudad no viene de la población autóctona, sino de esos inmigrantes --llegados de países extranjeros o del resto de Cataluña y España-- que permiten que la media de edad de la ciudad se mantenga estable en los 44 años, aunque tengamos menos niños.

Porque esta ciudad sigue siendo un polo de atracción económica que ofrece trabajo y oportunidades. Pero no ha conseguido que esas oportunidades económicas permitan salvar las dificultades de precios y acceso a la vivienda que dificultan la vida de unas familias eso sí, cada vez más exigentes con la calidad de vida que quieren ofrecer a sus retoños.

Las familias abandonan una Barcelona codiciada por ciudadanos de medio mundo por sus oportunidades, sus servicios y su envidiable situación geográfica. Una dinámica similar a la de otras grandes ciudades europeas, a la que las administraciones deberán responder ofreciendo facilidades para permitir que las familias puedan arraigar su proyecto de vida en la ciudad. Pero también asumiendo la realidad de un mundo globalizado, que pasa por aceptar esa evolución y garantizar que esas familias puedan seguir trabajando en Barcelona con unas comunicaciones a la medida. En resumidas cuentas, el padrón municipal también reclama mejoras en Rodalies.