Reconocer el pasado para afrontar el futuro. Hubo algo profundamente subversivo en el acto organizado el pasado miércoles en el Ayuntamiento de Barcelona, con el que el alcalde Jaume Collboni homenajeó a todos sus predecesores desde la recuperación de la democracia.
Los retratos de Narcís Serra, Pasqual Maragall, Joan Clos, Jordi Hereu, Xavier Trias y Ada Colau cuelgan desde entonces en las paredes del Ayuntamiento como símbolo de lo que son: “Un pedazo de la historia de la ciudad”, en palabras de Collboni. No es la única historia, probablemente ni siquiera la más importante; pero sin duda esencial, en cada uno de ellos, para que Barcelona sea hoy la ciudad que es.
La filosofía del realismo existencial me enseñó en mis años mozos que somos fruto de todos los avatares del camino, también de los errores, los tropiezos e incluso las zancadillas, que siempre hay alguien dispuesto a ponerlas.
La Barcelona de hoy es fruto de esa Galeria dels Alcaldes, situada desde el pasado miércoles en el pasillo que lleva a la Sala del Bon Govern, uno de los espacios nobles del edificio histórico del Ayuntamiento.
Imposible imaginar una escena similar en otros lares. No ya a 600 kilómetros; ni siquiera al otro lado de la plaza Sant Jaume, por mucho que se empeñe Salvador Illa en anestesiar las heridas dejadas por el procés. Lo intentó, pero a los ex presidents hubo que recibirlos uno a uno, y por cada uno hubo una polémica.
Nadie podrá argumentar que no haya habido roces entre Collboni y Colau; o Collboni y Trias; o Trias y Colau; o Hereu y Trias…. ¿Seguimos?. Y, sin embargo, se impuso la institucionalidad. O quizá sea una simple cuestión de educación, vaya usted a saber.
Institucionalidad y educación, dos conceptos profundamente demodé en estos tiempos que corren. Lo demostraba cuando no habían pasado ni 24 horas la líder de la CUP, Laia Estrada, intentando encender el Parlament rompiendo una fotografía del Rey Felipe VI.
Digo intentando porque la escenificación no pasó de una boutade que los catalanes tenemos demasiado vista. No tendrá las consecuencias de una escena igual de grotesca, esa protagonizada por el presidente de Vox del Parlamento balear, que afronta ahora consecuencias penales por hacer lo propio con la imagen de víctimas del franquismo.
Por no hablar del espectáculo en el que se han convertido las sesiones de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados. No es que no se escuchen, es que hacen lo posible por impedir el discurso del contrario con un macarrismo impostado que dudo que convenza a nadie.
Una deriva que empezó cuando un tal Gabriel Rufián se hizo un hueco en el hemiciclo a golpe de fotocopiadora. Qué gracioso parecía todo entonces, ¿verdad?
El respeto a las instituciones no está de moda. En tiempos de políticas populistas a la medida de Tiktok, una galería de retratos suena antigua. Muy antigua. Pero no deja de ser gratificante que el gobierno local recupere las mejores formas del pasado para devolver la política al espacio del debate y la confrontación de ideas de forma civilizada.
Ese miércoles, el líder del PP, Daniel Sirera, hizo público que no asistiría al homenaje por su discrepancia con Ada Colau y su legado. Pero se preocupó de que el Grupo Popular estuviera representado en el acto por uno de sus concejales. Institucionalidad al fin y al cabo, desde la más profunda discrepancia.