Hace una década tuve la oportunidad de conocer las instalaciones de la Comisaría de Via Laietana, desde la vetusta escalera de acceso a los despachos con fluorescentes del siglo pasado. También sus calabozos. Inevitable el escalofrío al pensar en los horrores que han visto esas paredes cubiertas con baldosas de un inesperado tono anaranjado.

El edificio del número 49 de la Via Laietana de Barcelona fue el centro de los horrores de Barcelona durante todo el siglo XX. Desde que se inauguró, a finales de la dictadura de Primo de Rivera, fue el epicentro de la represión contra el sindicalismo y el obrerismo barcelonés. Durante la época republicana, continuó siendo un lugar de represión hasta el punto de que era conocido en los círculos obreristas como “El molino sangriento”.

Y la Brigada Político-Social de la policía franquista no hizo más que prolongar y extender esos horrores contra casi cualquiera durante cinco décadas. A lo largo de la dictadura se estima, que solo en Barcelona, “un mínimo de 4.143 personas” fueron detenidas por actividades políticas.

Ese es el pasado que debemos recordar, para no olvidar los riesgos de un poder político sin contrapoderes; de unas fuerzas de seguridad sin límites y centradas en preservar la seguridad de un régimen dictatorial olvidando el bien común.

Pero la memoria es memoria. Y las estrategias políticas que la utilizan como bandera no siempre tienen como único objetivo salvaguardar la memoria.

¿Por qué el Gobierno de Pedro Sánchez se resiste como gato panza arriba a cerrar definitivamente la comisaría de Vía Laietana?

Se trata de una exigencia casi unánime de todos sus socios con representación en Catalunya, desde los comunes a Podemos, pasando por supuesto por Junts y ERC. ¿Tienen razón todos esos partidos al señalar al ministro Fernando Grande-Marlaska como un ‘facha’ irredento infiltrado en el Gobierno más progresista de la historia?

Podría ser. Pero también es posible que las resistencias del Gobierno, el actual y los anteriores, tengan mucho más que ver con la convicción de que no pueden completar hasta ese extremo la desaparición del Estado en Catalunya.

Barrer cualquier símbolo del Estado en Cataluña es uno de los objetivos del catalanismo desde tiempos de Jordi Pujol. Desde los gobernadores civiles a la Agencia Española de Meteorología (Aemet), que sigue teniendo más estaciones meteorológicas que nadie repartidas por la geografía catalana, aunque para los medios mainstream solo exista el Meteocat de la Generalitat.

Lo vimos en el convulso octubre de 2019. Lo que el independentismo ha dado en llamar ‘la batalla de Urquinaona’ y que no fue más que una operación de asedio a la comisaría de Via Laietana.

No fue así todos los días. Hubo jornadas en que las protestas se concentraron ante la sede del Departamento de Interior de la Generalitat. Ante una cúpula de los Mossos d’Esquadra liderada entonces por Miquel Buch, abandonado a los pies de los caballos por un presidente Quim Torra que se dedicaba a arengar a los cachorros independentistas.

Pero esos primeros días los protagonistas de los disturbios eran los hijos coperos de familias nacionalistas de toda la vida que quemaban contenedores hasta las 23 horas, para llamar después a casa preguntando qué hay de cenar desde los Ferrocarrils de la Generalitat.

Fue el viernes, cuando los disturbios llevaban cinco días in crescendo y habían desembarcado en Barcelona grupos antisistema de media Europa, cuando la batalla se trasladó a la Via Laietana. A la comisaría que sigue representando la presencia de una policía española en el mismo corazón de Barcelona.

Fue también entonces cuando los Mossos, superados por las limitaciones impuestas desde el Govern y el Parlament a su operativa antidisturbios, tuvieron que dar paso a los miembros de la Policía Nacional. También a sus balas de goma, las únicas que permitían mantener a distancia a unos manifestantes que dejaron sin adoquines buena parte de las calles adyacentes.

El Gobierno de Pedro Sánchez ha anunciado el enésimo acuerdo para convertir la comisaría de Via Laietana en espacio de memoria, pero ha encendido a sus socios al mantener la actividad policial en el edificio. Los comunes presionan para ir más allá, como relataba ayer Metrópoli Abierta, pero la única alternativa que proponen es exiliar a la Policía Nacional a la Verneda.

Esa comisaría es ya, de facto, el auténtico centro funcional de la Policía Nacional en Barcelona, con instalaciones amplias y modernas. Pero se encuentra a cinco kilómetros del corazón político de la capital catalana. Hablamos de memoria, pero también de los símbolos del poder.