Una mañana de julio en el jardín de la Biblioteca Clarà. Una mujer descansa en uno de los bancos; aprovecha la tregua ofrecida por el termómetro tras las tórridas temperaturas de junio e intenta disfrutar de la tranquilidad de ese entorno.
Imposible. En el mismo jardín, vedado a los perros, un hombre juega con su animal de compañía lanzándole una pelota. Hasta que el cánido, convencido de que es el rey del espacio y cuenta con un carisma irresistible, coloca la pelota empapada de babas sobre los dedos descalzos de la mujer, cuyo primer pensamiento es que en mal momento se le ocurrió ponerse esas sandalias.
-‘¿Es suyo el perro?’, le pregunta al hombre.
-‘Sí’, responde el interpelado. ‘¿Le molesta?' Añade, igualmente convencido, de que nadie podría resistirse a las monerías de su perrito faldero.
- ‘Pues sí, y debería saber que en este espacio no pueden entrar perros, y menos sin correa’, responde la interpelada.
¡Bam! Se rompió la magia. El hombre reacciona con una mezcla de improperios y alusiones a los okupas y se aparta de la mujer, pero no abandona el parque. Su perro, por tanto, tampoco.
El Ayuntamiento de Barcelona anunció a finales de 2022 que por primera vez en la historia, el número de perros en la ciudad superaba al de los niños: 172.971 frente a 165.482 menores de 12 años. Y ahí seguimos, aprendiendo a convivir con la masificación perruna heredada de la pandemia; es decir, de la decisión todavía por explicar de que los perros tienen derecho a un paseo diario, pero los niños no.
Tras la constatación de que hay más perros que niños, la autoridad competente se apresuró a aprobar una nueva ordenanza para regular la avalancha de cánidos. No por los perros en sí, sino por la aparente falta de educación de algunos -bastantes- de sus dueños.
No es que los dueños actuales de perros sean más incívicos que los de hace una década. Más bien es una cuestión de cantidad, no de calidad. Con un perro por cada diez personas en la ciudad, empieza a ser difícil no tropezar con sus heces -de las micciones mejor no hablamos-. Tampoco es menor el conflicto en espacios públicos como los parques, antaño pensados para niños y ahora tomados por los perros. Y sus deposiciones.
El pasado julio, 16 trabajadores del Ayuntamiento de Barcelona dedicaron dos días a visitar puntos de concentración de perros para repartir 2.000 bolsas de recogida de excrementos. Y, ya de paso, instruir a sus dueños en el buen uso del espacio público, que no consiste precisamente en convertir el conjunto de la ciudad en un pipi-can.
Todo ello convenientemente acompañado de actuaciones para facilitar la vida de los perros y sus dueños, como la implantación de un centenar de espacios en lo que los perros pueden ir sueltos. Porque esa es otra. En contra de lo que piensan algunos, en Barcelona los perros deben ir atados. Por muy bien educados que crean tenerlos sus dueños.
Nos ahorraremos el debate sobre el acceso de perros a terrazas y locales de restauración, a tiendas de ropa e incluso de alimentación o en ámbitos laborales.
Entiendo -aunque no lo comparta- que sus dueños opten por tratar a los perros como personas. Pero nada les da derecho a obligar a quienes no tenemos perro a compartir esa filosofía de vida. Ni en un restaurante, ni el probador de ropa de una tienda, ni en el trabajo.
La Guardia Urbana multó en 2024 a un total de 341 personas por llevar al perro suelto. Es el resultado de la nueva ordenanza sobre protección, tenencia y venta de animales, que el Ayuntamiento de Barcelona implementó a finales de 2023 para “ordenar” los usos de la calle tras constatar la evolución demográfica de la ciudad.
La multa es de 100 euros, pero los agentes pueden elevarla a 300 si el animal causa algún tipo de peligro para otras personas o para el entorno o hasta 600 si el animal está libre en un parque infantil. El mismo monto que puede alcanzar la muy incívica decisión de dejarse las heces de su perro en la calle.
Tomen nota. Si no es por respeto a los ‘no dueños de perros’ que sea al menos por miedo a las multas.