Barcelona no vive su peor momento ni siquiera en materia de acceso a la vivienda. Pero presenta bastantes aspectos manifiestamente mejorables si quiere presumir de ciudad de acogida. Uno de ellos, precisamente, el acceso a un techo digno. Otro es la movilidad.
Quede al margen la cuestión del idioma, transida de intransigentes, por suerte en minoría aunque griten y griten para parecer muchos.
Como explican los ingenieros del transporte, hay dos tipos de movilidad: la obligada y la que no lo es.
Es movilidad obligada ir a trabajar o acudir a centros de enseñanza.
No es movilidad obligada ir al cine o salir a tomar copas, cada una de ellas mucho más cara que el billete del autobús.
La organización actual de Barcelona hace que cada día sean muchos quienes tienen que desplazarse dentro del área metropolitana por trabajo o estudios. Lo tienen mal. Para los que necesitan entrar o salir de la ciudad, Barcelona es escasamente acogedora. Cada día les exige un montón de tiempo. Se puede cuantificar, sumar y restarlo del total de la vida de un individuo. ¡Escalofriante!
Dentro de la ciudad, en general, los desplazamientos no son una maravilla, pero sí soportables, teniendo en cuenta las reticencias que encuentra el consistorio cada vez que propone eliminar un carril de aparcamiento en superficie para sustituirlo por un carril-bus. Y lo difícil que es convencer luego a algunos conductores de que deben respetarlo.
Están luego los desplazamientos a pie, tan semejantes al camino del calvario.
Acompañar a un crío a la guardería con un cochecito es un suplicio y exige sortear infinitos obstáculos que ocupan indebidamente las aceras.
Barcelona es escasamente amable con este sector de la población. Se diría que el consistorio presta más atención a los problemas que sin duda tienen motoristas, ciclistas y patinetistas que a los niños de hoy, barceloneses del futuro.
El Ayuntamiento (con diversos alcaldes) se ha declarado partidario de fomentar el comercio de proximidad. Pero no hace nada para que las personas que llevan un carrito puedan circular tranquilamente por las aceras. Ir a por el pan es una gincana que algunos ancianos no se pueden permitir.
Mientras se dificulta el movimiento del peatón, se consiente que el reparto se abone al aparcamiento de proximidad: lo más cerca posible del punto de entrega.
Alguna vez se pone una multa. Otra cosa es que luego el ayuntamiento sea capaz de cobrarla.
A saber si tanto fallo en el cobro no es desidia sino mala conciencia municipal.
A la población menuda, empeñada en crecer y vivir, no la trata bien la ciudad. Le escatima espacios de asueto en los que poder quemar la energía de los pocos años sin amenaza de atropello. Y si hay una plazoleta, siempre falta el urinario. Como si niños y abuelos que los acompañan fueran inmunes a las exigencias de la biología.
Barcelona tiene pocas zonas verdes y menos plazas donde los pequeños puedan jugar a gusto.
De los parques, mejor olvidarse porque, dada la escasez de vivienda, han empezado a convertirse en campings para pobres y muy pobres.
En las novelas y películas policiacas, una mentira genera con frecuencia la necesidad de otra y otra. En las ciudades, un problema acaba provocando cien.
Así, las dificultades de acceso a una vivienda, sea de compra o de alquiler, han terminado por convertir la escasa zona verde de la ciudad en espacio de acampada. Y sería más que cínico decir que quienes así se cobijan desean ese tipo de solución y peor aún, sugerir, como hace cierta derecha, que tienen lo que se merecen.
La ciudad se ha reconvertido sin atender a algunos aspectos. El más importante, seguramente, el sentido de la convivencia.
Valga un ejemplo: las fiestas mayores de barrios y calles eran un tiempo de encuentro con la vecindad. Durante esos días y parte de sus noches, los chiquillos correteaban aquí y allá. No necesitaban la vigilancia de los padres, los controlaban todos los vecinos. ¿Quién dejaría a un chaval de 10 años moverse a su antojo por las fiestas de Gràcia o por las de Sants?
No se trata de volver al siglo XIX, pero sí hay que asumir que en algunos aspectos, Barcelona quizás sea acogedora con los turistas de cinco estrellas y los de garrafón. Pero no lo es con muchos de sus propios ciudadanos.
Hace un tiempo, Paco Martínez Soria rodó una olvidable película titulada La ciudad no es para mí. El protagonista, reaccionario hasta las cachas, se volvía al pueblo. ¿A dónde pueden volver los barceloneses que su ciudad no acoge?