Las vacaciones son una ocasión única para conocer en todo su esplendor la mierdificación. Un término feo, sin duda, pero muy útil para describir cómo se degrada la oferta de servicios culturales y de ocio en nuestras barbas.
El periodista Cory Doctorow acuñó la expresión pensando en las plataformas, pero el ámbito del fenómeno es todo lo que vive en el mundo digitalizado. Podríamos definir la mierdificación como el mecanismo por el que las empresas degradan sus productos y servicios para optimizar los beneficios con la forzada complicidad de sus clientes. Todo ello online, por supuesto.
Es algo diabólico porque el consumidor lo nota al principio, pero termina por acostumbrarse hasta aceptarlo como habitual. Es un cliente cautivo que, por ejemplo, consiente en pagar cuatro euros extra al adquirir una entrada de teatro que él mismo gestiona en la taquilla virtual.
No sé cuántas veces les ha ocurrido a ustedes, pero es muy frecuente contratar la habitación de un hotel a través de uno de esos buscadores que se adueñan de tu pantalla en cuanto escribes "alojamiento". Te prometen una rebaja, pero en realidad lo que consigues es una de las peores habitaciones, esas que los hoteleros reservan para los incautos que muerden el anzuelo del comisionista.
El caso de las aerolíneas también es de manual. Prometen vuelos por 20 euros, pero a poco que uno se distraiga, la maleta de cabina sale por 60, el asiento por 30 y hasta el café se convierte en un lujo. Y no hay posibilidad de cancelación sin póliza de seguro adicional. Pero siempre te puedes asociar a su programa de puntos si lo que te gusta es viajar a las cuatro de la madrugada encima del motor.
Para más inri, compañías como Ryanair incentivan a sus empleados a cazar pasajeros cuya maleta se pase de las medidas para clavarles un sobrecoste.
Alquile usted un coche para moverse en su destino. Es muy probable que contrate una compañía con un software adiestrado en la persecución de quienes entran en la web a comparar precios.
Esos sistemas te acechan desde tu primera visita, no importa que a la tercera te decidas por el vehículo que viste inicialmente y pagues. Después, insistirá en el aviso de que tienes pendiente el pago hasta dos días antes del viaje, cuando te informará de que tu reserva ha sido cancelada.
Da igual a quien llames o escribas, nadie te aclarará el asunto hasta que aterrices. Te dará tanta alegría comprobar que el cargo en la tarjeta de crédito no fue una estafa que pasarás por alto que traten de venderte otro seguro y que te obliguen a dejar en depósito 900€ por posibles daños en el auto, aunque dispongas de un todo riesgo.
Ya no eres un cliente, sino un producto vendido por la compañía aérea a los buscadores de hoteles, a las empresas que alquilan automóviles y a quien esté dispuesto a pagar por tus datos.
Las plataformas televisivas llegaron como salvadoras frente a la aburrida tv comercial, prometiendo calidad, variedad y --sobre todo-- ausencia de publicidad. También se anunciaban como ventanas para nuevos talentos.
Pero suben precios cada año, trocean los catálogos para obligar a acumular suscripciones y vuelven a introducir cuñas comerciales en los planes básicos. Además, se rinden a las grandes corporaciones y a sus intereses.
Si quieres librarte de la tomadura de pelo constante, has de ponerte en modo espabilao y darte de baja –o simularlo-- de vez en cuando para conseguir condiciones como las iniciales. Agotador.
El resultado es una uniformidad disfrazada de diversidad donde el catálogo parece infinito, pero en realidad se repite una y otra vez con distintas apariencias.
La democratización del ocio en que vivimos es, en buena parte, su mierdificación. Una estafa blanda: más barato –aunque no tanto--, pero peor; más fácil, pero vacío; más accesible, pero sin interés. Aceptar esta lógica sin rechistar equivale a vivir rodeados de un ruido constante que llamaremos ocio, entretenimiento o cultura por costumbre, aunque no lo sea.