Barcelona está sitiada: por dentro y por fuera. Entrar y salir de ella es cada día más difícil y moverse, igual. Una parte de la responsabilidad del aislamiento es atribuible a Adif, cuya pésima planificación y gestión se traduce en el mal funcionamiento de los trenes de Rodalies que deberían ser los que más personas trasladasen.
La gente sigue culpando a Renfe por inercia, pero el verdadero responsable, la mayoría de las veces, es la empresa que gestiona (por llamarle de algún modo) la infraestructura: vías, catenarias, estaciones.
Tampoco son una maravilla los autobuses que enlazan Barcelona con su inmediata periferia. En parte porque están planificados pensando que los servicios ferroviarios funcionan mejor y en parte porque una de las sorpresas que se encontró el primer tripartito es que la mayoría de las líneas de autobús habían sido licitadas y adjudicadas a años vista poco antes de que CiU perdiera las elecciones.
Esas adjudicaciones las hizo el mismo gobierno de la Generalitat que promovió, en 1999, una obra que los barceloneses llevan casi un cuarto de siglo sufriendo: la línea 9 del metro. Tenía que haber entrado en funcionamiento en 2004, pero ahí siguen sus pozos, sus excavadoras, sus obras. Incordiando.
La línea 9 del metro, mal planificada y peor construida, es la verdadera herencia de Jordi Pujol para los barceloneses: 25 años de polvo, ruido y caos.
Por suerte, no ha supuesto víctimas, como pasó con el Eix Transversal, una obra mortal, eso sí, muy inaugurada. A cada tramo se organizaba una comida de croquetas.
Así que, a los problemas que acechan a quien pretenda entrar o salir de Barcelona por las avenidas que la separan del mundo, se suman los inconvenientes de desplazarse por una ciudad bloqueada aquí y allá.
Ni siquiera el Barça puede entrar ya en la ciudad y tiene que jugar los partidos en Sant Joan Despí. Claro que, en este caso, es porque la junta adjudicó las obras a una empresa sin experiencia (ni personal en España, para eso están las subcontratas) que, supuestamente, debía abonar un millón de euros por semana de retraso.
Dinero que, Joan Laporta sabrá por qué, el club no parece reclamar.
El Gobierno de la Generalitat, que desde hace años tiene competencias en la gestión de los trenes, acaba de anunciar a Adif que las obras que se realicen deben tener presente a los usuarios. ¡Ya era hora de que alguien se diera cuenta de que sin atender a la ciudadanía todo carece de sentido!
Y sin embargo, algo tan evidente no se aplica ni siquiera en las pequeñas (en comparación con las ferroviarias) obras urbanas. Los ayuntamientos (el de Barcelona, pero también los otros) rara vez tienen en cuenta el impacto de los trabajos sobre los vecinos.
A veces, incluso se les miente, sobre todo si las elecciones no están cerca. Como ejemplo, valga una nota del distrito de Les Corts a los residentes en la calle de Galileu diciéndoles que plantaría en mayo (porque eran trabajos prioritarios) unos árboles que llevan dos años esperando ser plantados.
Mediado septiembre, nada de nada. Ni siquiera explicaciones, mucho menos disculpas.
Debe de ser que los responsables municipales de las obras no comulgan con la idea del gobierno de la Generalitat que otorga prioridad a las personas. O que sólo reparan en la gente en periodo electoral.
Y no es sólo Adif (o las empresas que trabajan para Adif) quienes ignoran la existencia de usuarios y vecinos.
En Barcelona, además del incordio de la línea 9, que se añade al sufrido con las obras del AVE, con los retrasos casi eternos en Sagrera y Sants, algunos vecinos soportan como pueden otro proyecto faraónico, la prolongación de FGC de plaza de España a Gràcia, hecho por las bravas, sin la menor consideración a quienes viven en sus inmediaciones.
Que hay que hacer obras, que hay que mantener las hechas, resulta imprescindible. Evidentemente. Pero el criterio adoptado por la consejería de Territorio para los trabajos de Adif debería hacerse universal. Primero, las personas; después se mueven las piedras que haya que mover. Y estorbando lo menos posible.