Me gustó el cartel de la Mercé de este año por su componente locatis y retro, que me llevaba a las fiestas de hace años, de cuando la Transición, de cuando Barcelona se hermanaba (un tanto ilusamente) con Nueva York y no era la trampa para turistas en que se ha ido convirtiendo desde los Juegos Olímpicos del 92. Me gustó que molestara a la inevitable panda de meapilas, que detectó en la imagen una ofensa a la religión católica, en general, y a la virgen María, en particular, ofensas que uno, infame paganazo, no veía por ninguna parte.

Luego me enganché al video de la Mercé, que iba en la misma línea que el cartel, dirigido por Lluís Danés, coreografiado por Ariadna Peya y con una canción de Gemma Humet, y que me retrotrajo a los tiempos de Narcís Serra, cuando se encargaba de las fiestas Marta Tatjer (Barcelona, 1943 – 2019), mujer encantadora, animosa y miembro del colectivo que esperaba una Barcelona ligeramente diferente a la que ahora disfrutamos, soportamos o padecemos, según el punto de vista.

Me gusta el video porque hay en él algo de rancio y paseísta, como de cápsula temporal que se mantiene fresca y prometedora. La canción recuerda poderosamente (o a mí me lo parece) a las que componía Jaume Sisa para Dagoll Dagom en sus buenos tiempos, los de Antaviana y Nit de Sant Joan, antes de que el grupo perdiera voluntariamente el norte y se dedicara exclusivamente a ganar dinero (no en vano Boadella llamaba a Bozzo y a Cisquella el bolso i la cistella).

No sé si existe en la voluntad de los responsables del video el deseo de revisitar el pasado o si estoy viendo cosas que no están en ningún sitio, como los meapilas con el cartel, pero el cerebro es ente autónomo y funciona como le da la gana. Por eso yo he vuelto a los años de Marta Tatjer, cuando en la Mercé estaba todo por hacer o por inventar.

Como no todo puede funcionar según mi criterio, el buen sabor de boca producido por el video del señor Danés me lo ha agriado la actriz Emma Vilarasau con su pregón, un amasijo de tópicos con las esperadas referencias a la libertad de Palestina (sin citar a Hamas, no fuésemos a arruinarle la velada al pogresismo) y al turismo nefando que nos impide disfrutar de nuestra querida ciudad.

En los tiempos de Marta Tatjer, los barceloneses no teníamos nada en contra de los turistas. Por el contrario, nos encantaba que viniera gente a decirnos que teníamos una ciudad preciosa y estimulante con ganas de incorporarse a la modernidad.

Los barceloneses nos comportamos a menudo como niños malcriados. ¿Que no viene nadie de fuera?: No pintamos nada, no nos quieren. ¿Qué aparecen extranjeros en masa?: ¡Qué asco de gente, aquí no hay quien viva!

Barcelona no es la ciudad con la que soñábamos algunos ilusos durante la Transición, esa especie de Nueva York del mediterráneo que nos parecía al alcance de la mano.

Su evolución no ha sido la que queríamos, la de una meca cultural del sur de Europa capaz de competir con Londres o París. En algún momento nos extraviamos por el camino. O, simplemente, no éramos suficientes para elegir un futuro y los otros eran más (incluidos los nacionalistas, que siempre prefirieron que Barcelona fuese la capital de una nación imaginaria antes que la ciudad más estimulante de España).

Leo que actúan las pobres Pussy Riot, convertidas ya en un entretenimiento pogresista para palestinos honorarios que ya se han olvidado de Ucrania porque, como los de Alcohólicos Anónimos, van pasito a pasito (One step at a time!).

Yo me quedaré en casa, confiando en que echen todavía por la tele el spot de la Mercé y me pueda transportar a los buenos viejos tiempos de Sisa, Dagoll Dagom y la señora Tatjer, a la que sigo echando de menos.