Que el tabaco perjudica la salud es algo que a todos nos consta, pero los esfuerzos de nuestros gobiernos nacionales, autonómicos y municipales por amargarles la vida a los integrantes de ese colectivo en vías de extinción que son los fumadores empiezan a rayar el acoso.
Primero, los echaron de bares y restaurantes, refugiándose los apestados en las terrazas de los sitios de comer y, sobre todo, de beber. Ahora, como sabrá cualquiera que siga las noticias locales, se pretende echarlos también de las terrazas (eso ya lo viví hace años en Nueva York, cuando todavía fumaba, y la solución consistía en moverse un metro en dirección al árbol más cercano, junto al que podías practicar tu vicio nefando y hablar con los amigos, aunque fuese a gritos, mientras dabas la impresión de que te habían castigado).
El gremio barcelonés de la restauración, comandado por mi amigo Roger Pallarols, se opone a la medida argumentando los posibles disgustos que esta atraería a los bares y restaurantes de la ciudad, que, probablemente, verían reducida su parroquia ante la prohibición de echar un pitillito.
Los estancos tampoco están contentos, precisamente. Y los fumadores ven venir una época en la que solo podrán consagrarse a su vicio nefando en el retrete de su propio apartamento. ¿No nos estamos excediendo un poco en el cuidado de la salud? ¿No estamos convirtiendo al fumador en el chivo expiatorio de un problema medioambiental que no se afronta en su totalidad porque es muy complicado, pero con el que se puede quedar bien de cara a la galería cargando las tintas contra un sector que ya arrastra un complejo de culpa y al que se puede jorobar sin problemas para hacer como que haces algo por la salud y el medio ambiente?
Tras los bares y restaurantes, les tocó el turno a las playas. O sea, pasamos de los interiores, algo comprensible, a los exteriores, donde se supone que impera el aire libre y, en consecuencia, los humos se pierden en el espacio.
Ya hay muchas playas en Catalunya en las que no se puede fumar, con lo bien que sienta (o que me sentaba) un cigarrillo tras salir del agua. No basta con guardarse la colilla en el bolsillo para arrojarla a una papelera en vez de hundirla en la arena: se impone la represión radical del vicio.
Ahora se habla de prohibir el tabaco a la entrada de colegios y en las marquesinas de los autobuses, cuando todo el mundo sabe que, si estás esperando el autobús, basta con que enciendas un pitillo para que este se materialice (ley de Murphy).
También se apunta hacia la prohibición de fumar en el coche, lo cual ya es un atentado a la libertad del conductor: ese coche es suyo, lo ha pagado con su dinero y, si le da por ahí, tiene derecho hasta a mearse en el acelerador (o ciscarse encima).
Ni se les ocurre limitar la medida a los coches con niños, cosa que yo hubiese agradecido en mi infancia, cuando el humo de los Ducados de mi padre me daba en toda la cara, propiciando toses, mareos y hasta vomitonas en la tapicería de plástico del 124, que además apestaba con el calor. Supongo que, después del tabaco, les tocará el turno a los vapeadores, considerados (casi) inofensivos por parte de la profesión médica.
Como usuario de este placebo (recomiendo el Creamy Tobacco de la marca VUSE), no entiendo por qué se le aplican las mismas medidas represoras de los cigarrillos de verdad: el humo es falso, el olor resulta agradable hasta para los no fumadores y no afecta al entorno humano y climático; pero su uso está prohibido en los mismos sitios en los que se prohíbe fumar.
Como se ha dicho muchas veces, si el tabaco (y sus sucedáneos) son tan malos, ¿por qué no los prohíbe tajantemente el gobierno? Respuesta: porque este se forra literalmente con los altísimos impuestos que aplica a las cosas de fumar (o de hacer como que se fuma). Y las medidas represoras son, incluso, de carácter estético, cosa que debería indignar a una ciudad como la nuestra, en la que levantas una piedra y aparecen seis diseñadores gráficos.
Empezamos con las amenazas a la salud y las frases y fotos aterradoras sobre los efectos perniciosos del fumeque, que se comían medio paquete, aunque lo hubiese diseñado el gran Raymond Loewy (Lucky Strike).
Pronto llegará el diseño genérico de la cajetilla y habrá que guiarse por el nombre de la marca. La gente se empecina en seguir fumando, pero los poderes públicos creen que, si le quitan al tabaco todo su glamur, disuadirán al fumador esteta. Sí, el tabaco es malo. Pero meterse en la vida privada de la gente lo es mucho más. ¿Y qué enguarra más la atmósfera, el tabaco o los aviones y los coches, aunque no se pueda fumar ni en unos ni en otros?
