El 21 de noviembre es un día especial para Barcelona. Hace 25 años ETA acababa con la vida de un hombre que se les enfrentó en defensa de la vida, la democracia y el diálogo. Ernest Lluch fue asesinado por los intolerantes que no aceptaban que Euskadi y España pudieran transitar por caminos que buscaran puntos de encuentro desde la discrepancia, que la lucha por unos ideales siempre es legítima sino amenaza, amedranta o asesina al discrepante.
Y eso se lo dijo a la cara en sus múltiples viajes a Euskadi para apoyar a su amigo Odón Elorza, por aquel entonces alcalde de San Sebastián. “Mientras gritan, no matan”, espetó.
Hoy, 25 años después la intolerancia vuelve a galopar por nuestra democracia. De momento, sin violencia, pero sí a golpe de mentiras, insidias y odio.
La extrema derecha está encantada de haberse conocido y está crecida porque explota hasta la saciedad los problemas. Problemas que son reales, complejos y que amargan la vida a miles de personas. Se presentan con soluciones fáciles, esotéricas muchas veces e imposibles las más, pero que son acogidas con entusiasmo por amplios sectores de la población cabreados con el sistema.
Cabreados con los gestores de un sistema que es incapaz de dar una explicación y menos una solución a esos problemas que parecen enquistados como la inmigración, la vivienda o la inseguridad.
Ernest Lluch se enfrentó a los intolerantes con la bandera de la democracia. Hoy también nos hemos de enfrentar a la nueva intolerancia con la misma bandera, pero dotándola de soluciones. Y ese es trabajo de nuestros gestores, de los políticos.
Toni Aira ha publicado en estos días su libro Mitólogos, donde afirma que sin mitos, sin imágenes, no hay paraíso. Tiene toda la razón. Barcelona tiene en su mano construir un mito. Un gobierno de izquierdas que aborde desde la unidad democrática la Barcelona del futuro y ahuyente de la ciudad la negra sombra de la extrema derecha.
Cataluña puede experimentar un cambio sustancial de su panorama político. Hay estudios demoscópicos, todavía no publicados, que insinúan un tsunami. En Barcelona, todavía no.
Sin duda, también crecerá la extrema derecha pero se está a tiempo de poner coto a sus aspiraciones. Este viernes 21, Barcelona puede agitar su mito -PSC, Comunes y ERC- de alcanzar un acuerdo presupuestario para ejecutar políticas concretas, de hacerlo con ideas, con recursos y con proyectos. Esa es la manera de decir, como hizo Ernest, “mientras gritan, nosotros gobernamos”.
La izquierda municipal debe quitarse la venda que le impide ver la realidad. El Gobierno de Collboni, gobierna sí, pero el alcalde necesita liderar un proyecto colectivo.
Las próximas elecciones municipales serán una dicotomía: “democracia o autoritarismo”. En España y en Cataluña nos dicen que pintarán bastos. En Cataluña la izquierda ha estado demasiado ensimismada en sus cuitas -aunque todavía se está a tiempo- y en Barcelona también.
Marear al personal poniendo solo el acento en las veleidades partidarias es un mal consejo en un mundo lleno de tribulaciones. Frente a los bulos y las mentiras, frente al odio y las soluciones de Perogrullo, solo cabe ser activo.
Decir alto y claro que vivimos en un mundo imperfecto, pero nuestra imperfección, la democracia, es lo más perfecto que conocemos. Que el autoritarismo no es la solución. Y eso solo se consigue, emulando a Julio Anguita, con gobierno, gobierno y gobierno, con medidas, medidas, medidas y, sobre todo, con soluciones, soluciones y soluciones.
El jueves, en el pleno, la izquierda barcelonesa puede construir su mito, y al tiempo un muro ante la insolidaridad y el despotismo de esa extrema derecha que embauca con un discurso fácil, aunque sea estéril.
Esos miles de cabreados, que están ahí, necesitan una respuesta política a sus inquietudes, exigencias e incertidumbres. Está en manos de la izquierda evitar el árbol que no le deja ver el bosque. Ernest Lluch, 25 años después, lo volvería a hacer.
Esperemos que la izquierda barcelonesa también lo haga.
