Pau González no es solo un concejal de Barcelona en Comú. Es un experimento sociopolítico. Una criatura creada en el laboratorio emocional de Ada Colau. Allí aprendió que la militancia equivale a virtud, que la ideología sustituye a la experiencia y que la juventud es garantía de autoridad moral. De ese molde salen dirigentes que confunden activismo con gestión y consignas con criterio.
Colau les dejó un legado claro: medios buenos y medios malos. Los buenos, por supuesto, eran los que subvencionaban. El Crític, La Directa, Público… el ecosistema mediático financiado para aplaudir sin rechistar. Los malos eran los que osábamos fiscalizar. Ese esquema binario lo absorbió González sin digestión. Para él, la prensa independiente no es prensa: es enemigo.
Y luego está su irritación creciente con BCN Desperta, un foro serio que ya lleva tres ediciones y por donde han pasado voces de peso sobre la ciudad y Catalunya. No soporta que el Ayuntamiento lo apoye. Quizá sueña con una invitación. No parece entender que no programamos El Club de la Comedia. BCN Desperta es para quienes tienen algo que decir, no algo que gritar.
La crítica no nos molesta. Vivimos de ella. Lo que sí molesta es la mediocridad con pretensiones. Y ahí González es ejemplar. Ha encadenado cargos como quien colecciona cromos: conseller tècnic, asesor, concejal del Eixample, responsable de Educación, diputado provincial… Pero sus resultados son de prácticas de verano. En el Eixample entró con fama de “becario” y no hizo mucho por desmentirlo. Movilidad caótica, tensiones vecinales, decisiones improvisadas. Después llegó su etapa educativa: guarderías en caos, familias cabreadas, sindicatos perplejos. Nada grave para él, que siempre encuentra una excusa.
Lo que sí es grave es su hubris. Ese ego desproporcionado para la obra realizada. Cuando se le critica, se indigna. Cuando se le señala un error, acusa conspiraciones. Si un medio no compra su relato, es hostil. Si un foro no le da protagonismo, es sospechoso. Confunde discrepancia con ataque personal. No escucha: interpreta. Y siempre hacia el mismo lado.
Barcelona necesita gestores, no monaguillos ideológicos. Regidores capaces de oír, rectificar y trabajar. No iluminados que creen haber descubierto la verdad absoluta en un panfleto subvencionado. González, como otros cachorros del colauismo, vive en un mundo donde cualquier crítica es una afrenta y cualquier pregunta incómoda, un acto de maldad.
La distancia entre su soberbia y su obra es enorme. Podría ser infraestructura metropolitana. Y su versión política del síndrome de hubris está en pleno apogeo: un brote ruidoso, visible y cada vez más cómico.
Pau González no necesita enemigos. Le basta con escucharse.
