El cine Boliche, ubicado en la avenida Diagonal con Balmes
Barcelona no es ciudad para cines
"Si de lo que se trata es de jorobarme la vida, nada mejor que abrir en el Boliche algún negocio ruinoso que me interpele y que chape en cuestión de meses. De esa manera, me habrán cerrado la misma fuente de diversión tres veces, como si quisieran decirme, como a Paco Martínez Soria en su momento, que la ciudad (ya) no es para mí"
Tras varios meses cerrado por (presuntas) obras, el cine multi salas Boliche del número 508 de la Diagonal cerrará sus puertas definitivamente y no sé qué será de su resiliente y proactivo responsable, Alfons Mas, al que te solías encontrar por ahí, dedicado a tareas tan poco propias de un empresario del audiovisual como cortar entradas o reparando algún desperfecto. Lo recuerdo como un entusiasta del cine de autor y un tipo extremadamente simpático, aunque descuidara ciertos detallitos del local, como esa salida de emergencia que nunca existió y que, si pintaban bastos, podría haber propiciado una escabechina de cinéfilos consumidos por las llamas.
Me gustaba el Boliche por la programación en versión original (hubo al principio una ayudita del Institut Català del Cinema que exigía subtitular en catalán las películas, pero ese fue otro detalle del que el amigo Alfons no tardó mucho en zafarse) y porque lo tenía a diez minutos de casa (y si me entraba hambre a la salida, tenía el Flash Flash ahí al lado).
Me gustaba, también, rememorar la vida anterior del local, cuando fue, durante los años 80, un bar para moderniquis en el que pasé muchas horas. Había sido, previamente, una bolera, que aún se conservaba en el sótano del bar y a la que se accedía por una sinuosa escalera en la que se había dejado los dientes más de uno. Por regla general, uno se dedicaba a beber y no enfilaba la escalera de marras más que para ir al baño, pero algunas veces, animado por el alcohol y las malas compañías que frecuentaba en esa época, había bajado a la bolera completamente cocido, con las consecuencias que ustedes pueden imaginar: si te pasabas con el impulso, corrías el riesgo de enviar la bola a tomar por saco y acabar convertido en un proyectil humano que recorría la pista hasta impactar con los bolos. En cualquier caso, reconozco que la mezcla de alcohol y partida de bolos borrachos podía ser muy divertida (sobre todo, si no te lesionabas).
Primero desapareció el bar y ahora desaparece el cine. O sea, que me han cerrado dos veces el mismo espacio de diversión. Lo del bar lo llevo mejor porque hace años que no bebo, pero lo del cine me revienta profundamente, por mucho que ya me haya hecho a la idea de que las salas de proyección acabarán extinguidas. ¿No va en esa dirección el sainete de Netflix intentando comprar Warner y HBO mientras se mete Paramount por en medio con la misma intención? La situación es global y no hay nada que hacer más que aceptarla con un fatalismo amable. Como cantaba el difunto Héctor Lavoe, “Todo tiene su final, nada dura para siempre…”
El Boliche del amigo Mas era, junto a los Verdi y los Renoir, los únicos cines que pisaba uno desde hace un tiempo (más el Phenomena de vez en cuando, que más que un cine es una experiencia audiovisual gracias a su carismático propietario, Nacho Cerdá).
Caía cerca de casa, por lo que me recordaba a los cines de barrio de programa doble que frecuentaba de pequeño junto a mi abuela y mi hermano mayor cada sábado por la tarde, aunque cayeran chuzos de punta: la única tarde libre de mis padres en toda la semana). Me temo que habrá que aceptar que las salas son ya un reducto de la nostalgia. Barcelona no es ciudad para cines. Ni lo es ninguna otra ciudad de Occidente. La proyección en común será pronto una cosa del pasado que los adolescentes ni recordarán, como las máquinas de escribir y los teléfonos fijos.
Seguirá habiendo festivales, pero las películas acabarán en una plataforma de streaming. Se mantendrán los fastos y el boato y las presentaciones a todo trapo, pero el cine se consumirá en privado, lo cual también tiene sus ventajas: nadie interpondrá su cabezón entre tú y la pantalla, ni comerá patatas fritas ruidosamente, ni hablará por el móvil, ni te envenenará con los regüeldos de sus palomitas…
Pero si de lo que se trata es de jorobarme la vida, nada mejor que abrir en el Boliche algún negocio ruinoso que me interpele y que chape en cuestión de meses. De esa manera, me habrán cerrado la misma fuente de diversión tres veces, como si quisieran decirme, como a Paco Martínez Soria en su momento, que la ciudad (ya) no es para mí.