La escritora y filántropa suiza Catherine-Valérie Boissier nació en el cantón de Vaud en 1813, en el seno de una rica familia de origen hugonote y procedencia ginebrina. Tuvo una gran formación intelectual, espiritual y musical. En 1837 se casó con el conde Agénor de Gasparin, del que tomará su nombre de condesa de Gasparin. Vivió diez años en París ocupándose de distintas instituciones religiosas protestantes y consagrándose a los pobres, a su obra literaria y a acompañar a su marido en sus desplazamientos por la Provenza, Córcega y Sicilia. Como mujer avanzada para su época, reivindicó el papel principal de las mujeres en la institución del matrimonio. A raíz de los sucesos revolucionarios de 1848, Valérie y su marido se trasladaron a vivir a Ginebra. En 1859 fundó en Lausanne la que con el tiempo se convertiría en la primera Escuela de Enfermería laica.
Fue una autora muy prolífica y con una variada producción literaria, en la que predominan los relatos de viajes y los tratados sobre cuestiones morales (contra el alcoholismo, el juego y la prostitución) y religiosas. Su talento literario lo demostró ya en su juventud cuando publicó varias novelas cortas y el volumen en el que recogió las impresiones de su viaje por el sur de Francia e Italia, Voyage d’une ignorante dans le midi de France et d’Italie (1835). También dejó escrita la relación de otros viajes, como el que realizó por Grecia, Egipto, Tierra Santa, etc., Journal de voyage au Levant (1848).
En la década de 1860 visitó dos veces la península Ibérica, la primera en 1865 y la segunda en 1867. De estas visitas surgió su obra À travers les Espagnes: Catalogne, Valence, Alicante, Murcie et Castille, publicada en París el año 1869. Con posterioridad, en 1886, publicó un tomo relativo a sus andanzas por Andalucía y Portugal en 1867. Hay que recalcar que la condesa de Gasparin es una de las pocas viajeras extranjeras que vio en vida traducida su obra al castellano, pues falleció en 1894 y su relato se publicó traducido en la imprenta valenciana de José Domenech en 1875, con el título de Paseo por España. Relación de un viage á Cataluña, Valencia, Alicante, Murcia y Castilla.
El relato del viaje por España está escrito en forma epistolar, de manera que la escritora suiza establece un aparente diálogo con el lector, ficticio destinatario, a quien personaliza utilizando la fórmula “amigo mío”. En estas supuestas cartas aparecen el día, el mes y un ambiguo “186...”, que dificulta la cronología. No obstante, teniendo en cuenta el contenido de las epístolas y gracias a los calendarios de Semana Santa consultados, hemos podido datar su estancia en tierras hispanas en el año 1865.
BENDICIÓN DE PALMAS
El 6 de abril de este año nuestra viajera partió de Béziers junto a una amplia comitiva formada por once personas: su padre y su hermano, el eminente botánico Edmond Boissier, su esposo, un criado, un médico y diversos parientes y amigos. Entraron en España por la Jonquera y, tras visitar Girona, Barcelona, Tarragona, Valencia, Alicante, Elche, Murcia y Cartagena, se dirigieron a Madrid pasando por Toledo. Después de estar unos días en Madrid, prosiguieron su periplo de retorno a Suiza pasando por El Escorial, Segovia, Valladolid, Burgos, Vitoria y San Sebastián, cruzando la frontera francesa el 15 de mayo de 1865. El viaje lo realizaron alternando el ferrocarril y la diligencia.
La condesa de Gasparin y sus acompañantes llegaron en tren a Barcelona el día 8 de abril, procedentes de Girona y tras cruzar el Maresme. Desde lejos ya vio una ciudad brillante y magnífica en la que destacaba su puerto, un bosque de mástiles y el castillo de Montjuïc sobre la montaña que cerraba el horizonte por la parte meridional. Todo le pareció esplendor, movimiento y alegría, todo menos un ataúd, bajo el dosel enlutado de un coche fúnebre, arrastrado por seis caballos con largas mantillas de negro terciopelo.
La visión de la Rambla la hizo estremecer de júbilo. La describe someramente afirmando que tenía un ancho andén, revestido de piedras cortadas, corriendo entre alamedas por donde circulaban los carruajes. Se extendía alegre, soberbia y bulliciosa hasta los arrabales. Al ser vísperas del Domingo de Ramos ondeaban las palmas por todo el paseo. A cada paso campesinas o chiquillos se les acercaban para ofrecerles una hoja de palmera blanqueada o bien palmas trenzadas caprichosamente, adornadas con cintas y oropeles. Por doquier se veían palmas y ramitas bendecidas, hasta en los balcones, donde se situaban como emblema religioso.
Siguiendo por la calle Fernando (actual “carrer Ferran”), principal arteria de la ciudad en aquella época, llegaron a la plaza de la Constitución (actual plaça de Sant Jaume), en la que los vendedores ambulantes de lotería les ofrecían los billetes en forma de “pedacito de papel arrugado”, persiguiéndolos hasta llegar a la casa de la Diputación (actual Palau de la Generalitat), antiguo palacio que le causó buena impresión. La catedral, muy cercana, fue su siguiente visita, de la que destacará el claustro, descrito con un hermoso lenguaje poético, y la nave central del templo, que le provocó una “impresión múltiple: la grandeza, el volumen del aire, la limpidez de la sombra”.
Su paseo prosiguió por la calle de la Platería, en la que brillaban las arracadas de pedrería expuestas en los escaparates, hasta llegar al pórtico de Santa María del Mar y a lo que ella denomina el Jardín, probablemente el conocido como Jardín del General, que desapareció en 1877 y que estaba situado entre la actual avenida del Marquès de l’Argentera y la Ciudadela, delante de la estación de Francia. La muralla del mar y la Barceloneta fueron sus últimos destinos del largo paseo sabatino.
LAS MONAS DE PASCUA
Después de escuchar toda la noche a los “serenos” cantar la hora, llegó el Domingo de Ramos, “hermosa fiesta de la primavera” que la condesa de Gasparin vivió intensamente. Pudo contemplar como la muchedumbre se dirigía a la catedral, donde se iban a bendecir las palmas. Ella y sus acompañantes también siguieron sus pasos, llegando al claustro, donde pudo presenciar la procesión de las palmas. Ya en el interior de la catedral, repleta de miles de fieles, asistió a la ceremonia religiosa presidida por el “obispo”. En el coro estaban sentados los canónigos con casullas y capas, con toda la pompa del ritual católico. Por su parte, los sacristanes, vestidos extrañamente, eran los encargados de mantener el buen orden de la ceremonia. Si bien todos estos detalles podían excitar su curiosidad, no impresionaron su alma protestante.
Ya por la noche, con las calles repletas de gente y todas las tiendas abiertas, advirtió que por todas partes se vendían “extravagantes figurillas de pastelería, con un huevo clavado en el pecho”, es decir, las monas y los huevos de Pascua típicos de la Semana Santa catalana. La música militar se oía por las calles, como preámbulo a lo que tenía que ser la gran procesión de la Congregación de Nobles o de la Buena Muerte, como también se la conocía históricamente. Para contemplarla con tranquilidad y cómodamente se instalaron en unas sillas a pie de calle. Gracias a un caballero que se preció en explicar los detalles del cortejo procesional al hermano de Valérie, que hablaba un perfecto español, pudieron conocer los entresijos de lo que sus ojos iban a presenciar a partir de aquellos momentos.
Nuestra viajera describe de forma pormenorizada todos los detalles de la procesión, encabezada por los miembros de la Congregación, que portando cirios y vestidos con estrechas túnicas de larga cola iban abriendo el camino para que pudiera pasar el cortejo procesional. El ruido sordo y grave de un tambor cortaba las músicas militares. Al llegar la procesión los asistentes callaron. Algunas autoridades civiles avanzaban a caballo delante y después marchaba el sanedrín, con dos filas de judíos envueltos en sus túnicas de brocado y cubierta la cerviz con gorros altos y tiesos. Detrás una banda de música precedía a la cohorte romana. Esta compañía de soldados romanos le causó una gran impresión a la viajera suiza, hasta el punto de que la describe con todo lujo de detalles, desde su vestimenta hasta la manera de avanzar, “con movimiento acompasado, balanceándose sobre las caderas, inclinándose a un lado y otro, y a cada inclinación hieren el suelo con el cuento de la lanza”.
EMOCIONES ENCONTRADAS
Los niños y mozos de la cofradía formaban un prolongado séquito, vestidos a la usanza de la España del Siglo de Oro. A continuación, otra música triste se oía, mientras sonaban las campanas y una trompeta, tocada por un penitente, respondía con una nota prolongada y lamentable. El cofrade se cubría la cabeza con un capirote y arrastraba una pesada cadena ceñida a su cintura. Detrás de él avanzaba la imagen del Señor, un “Ecce-Homo” pintado en un estandarte negro. A ambos lados otros penitentes portaban los símbolos de la Pasión. Todo esto le hizo pensar en una recreación de los autos de fe, “de horrible memoria”.
Al fin apareció la figura de un Cristo crucificado escoltado por el Estado Mayor, cuyos miembros portaban un gran cirio, y detrás una banda de música acompañaba a la fuerza militar. El General Gobernador de Barcelona portaba, no sin dificultad, un enorme estandarte, regalado a la Iglesia. Más penitentes arrastrando cadenas precedían “el último cuadro de la función”, un gran catafalco de terciopelo negro sobre el que se situaba una imagen de Cristo.
Las contradicciones de lo que acababa de ver y sus convicciones religiosas hacen que, por un lado, rechace aquel espectáculo, pero a la vez se sienta atraída por algo que la hacían retroceder varios siglos. El candor del pueblo católico barcelonés la conmueve, pero a la vez aquel tosco realismo la hiere.
El Lunes Santo partieron hacia Montserrat y desde el monasterio prosiguieron su periplo peninsular. La estancia en Barcelona fue corta, pero intensa. En cualquier caso, le permitió a nuestra viajera entretenerse conociendo costumbres y celebraciones muy lejanas a su mentalidad protestante, causándole emociones encontradas.