‘Todo eso que quieres y con lo que sueñas, eso no te va a pasar. Eso no va a venir. Hay que salir a buscarlo." (Armando Moreno, marido de la actriz)
Núria Espert nació en L’Hospitalet en 1935, en una familia obrera. La llamaron Núria. No se puede ser más barcelonesa que alguien que ha crecido en el cinturón industrial de la ciudad. El área metropolitana produce gente fuerte, capaz de buscarse la vida, hablar en dos lenguas propias, comerciar en cualquier otra, adaptarse a los tiempos, trabajar sin freno y salir al mundo. Como ha hecho Núria Espert. Tras la pandemia, está de vuelta. Con 88 años, ella y su prodigiosa memoria vuelven a subirse cada día al escenario del Teatro Romea. Así son las señoras de Barcelona.
La artista vive, hace años, frente al Palacio Real de Madrid. Somos vecinas. Hace unos años, la vi saliendo de su casa en la calle de Pavía, donde enormes plátanos dan la mejor sombra en el centro de la capital. Estaba de espaldas, pero supe que era ella. El cuerpo recto, el cabello blanco y ese perfil inolvidable que puede ser Doña Rosita, Medea, Bernarda Alba o lo que le dé la gana. Al darse la vuelta, la miré y le solté un absurdo “Bon dia”. Me observó con sus ojos rasgados, levantó la ceja, esbozó media sonrisa y se alejó a paso rápido y elegante. Tierra trágame.
Tenía Núria 13 años, y era una niña precoz que actuaba en los famosos “nius d’art” (bares con actuación), cuando Josep Maria de Sagarra le hizo una prueba en su despacho del Romea. Acompañada de sus padres --vestidos ambos de domingo--, se presentó ante el gran dramaturgo. Imagino el miedo de la debutante mientras uno de los más reconocidos hombres de la cultura catalana, un intelectual de raíces aristocráticas, la escuchaba declamar. Cuando acabó, el escritor dijo: “Esta niña tiene dos cojones como un toro”.
En los cincuenta, todas las aspirantes a actriz envidiaban el talento de la joven estrella del teatro de las Ramblas. Me lo contó mi madre, nacida en el 36 y fallecida al final de la pandemia. Durante esos meses que estuvimos encerradas, hablábamos del pasado: “Mi amiga Gloria Roig y yo queríamos ser como Espert, subirnos al escenario, bailar, viajar…Pero ella era distinta. Había empezado de niña, tenía tablas y mucha fuerza”.
Mi madre y su mejor amiga eran dos niñas del Eixample, de la burguesía catalanista, a quienes sus padres pusieron a estudiar el bachillerato. Se casaron pronto. Gloria tuvo cuatro hijos y, a pesar de ello, se convirtió en una buena actriz de teatro. A mi madre no la dejaron ir más allá de la danza y la música. Pidió ir a tocar el piano y la armónica al niu de los sótanos del Liceu, pero su abuela cortó el intento: “las hijas de fabricantes no son artistas”.
En las representaciones infantiles, Núria Espert conoció a su gran amiga Julieta Serrano, barcelonesa del Poble - Sec que, con 90 años, es una de las mejores cómicas del teatro y del cine español. Memorable chica Almodóvar, Serrano suele proclamar que el talento de Espert es “eterno”.
Núria ha sido desde Electra a Gigí, aunque Medea es el papel que más veces ha interpretado. Lo hizo por primera vez en 1954. A los 19 años, tuvo que sustituir, a todo correr, a la actriz principal. Triunfó. Dicen, quienes la conocen bien, que es organizada, leal y divertida, pero que no se molesta en aparentar simpatía con quien le desagrada. Terenci Moix, otro de sus amigos, la calificaba como una mujer “de aire y fuego”. Y el mítico director inglés Peter Brook, le regaló una poética definición: “Es como un vaso de agua que, en tan solo un segundo, puede congelarse y hervir”.
Su gran éxito fue Yerma, en 1971. Esa tragedia de Federico García Lorca, dirigida por el argentino Víctor García y con escenografía de Fabià Puigserver, recorrió el mundo. En 1973, se representó en el barcelonés Teatro Coliseum, propiedad del conocido empresario Pedro Balañá.
ORGULLO DEL MARIDO
Mi madre leyó la crítica del Correo Catalán, el diario que llegaba a casa, y decidió que nos íbamos a ver a la Espert. Compró unas entradas baratas y me invitó a una coca-cola durante el entreacto. A la salida, no sabíamos qué pensar. Yerma y María, las dos protagonistas, gritaban al aire, dolidas, exageradas, declamando un texto que nos costó entender. Yo tenía 15 años. De Federico García Lorca, solo me sabía el “verde que te quiero verde”, pero recuerdo la lona inmensa que cubría el escenario, haciendo y rehaciendo paisajes. Esa Yerma se convirtió en un éxito internacional. Como lo fueron después La Casa de Bernarda Alba y Bodas de Sangre.
La vida de esta señora de la escena ha sido discreta en lo privado. Tiene dos hijas, Alicia y Núria, ligadas al mundo de la cultura y de la danza. Como las mujeres trabajadoras, artistas, de entonces, ni siquiera pensó en la baja maternal; una semana de descanso con la mayor, dos con la pequeña. Su madre, Bienvenida, se ocupó de la crianza. Y siempre tuvo el amor incondicional de Armando Moreno, su marido. Ese actor, un hombre realmente guapo, se mostraba orgulloso de haber ayudado a construir la carrera de su mujer. Armando abandonó la profesión para montar y dirigir una compañía verdaderamente moderna, apropiada al talento de la Espert.
Sigue esa actriz de raza subiéndose a los escenarios. Yo ya tengo las entradas para ir al Teatro Romea a ver La Isla del Aire, dirigida por Mario Gas. Sólo espero que, un día de estos, el ayuntamiento de la Ciudad Condal le ponga el nombre de Núria Espert a una calle o plaza cercana a un gran teatro de Barcelona.