Cuando mi padre murió en 2004, mi madre, que padecía de Parkinson, empezó a deteriorarse a gran velocidad, hasta el punto de que mi hermano mayor y yo consideramos la posibilidad de ingresarla en una residencia. A ella le daba lo mismo: desaparecido su marido, le importaba todo un rábano. Visitamos un par de instalaciones y salimos de ambas tan deprimidos ante lo que vimos que desechamos la posibilidad de una residencia para la autora de nuestros días. Aunque ambos lugares eran, en teoría, de un cierto nivel, lo que presenciamos fue, directamente, un pudridero de ancianos en diferentes estados de deterioro físico y mental, una gente a la que sus familiares había aparcado allí porque molestaban, daban mal rollo, hacían pensar en la decadencia y en la muerte y, en definitiva, más valía que otros se encargaran de hacerles compañía en espera de la parca.
Nuestra actitud no fue especialmente heroica: ni mi hermano se llevó a nuestra madre a vivir a su casa ni yo me la llevé a la mía. Optamos por un término medio: ahorrarle a la pobre un final avanzado en un entorno deprimente -solo duró más años que mi padre, pero en la residencia yo creo que se habría dejado morir en tres meses- y no moverla del piso en que había nacido y pasado toda su vida, instalándole en el que había sido el cuarto de nuestra abuela a una señora peruana encantadora, cristiana evangélica pegada permanentemente a su biblia, que vivía de ir empalmando moribundos, actividad que le había dado para comprarse una casita en su pueblo del Perú a la que pensaba regresar en su vejez. Se llevaba bien con mi madre, le sobraba paciencia y resignación cristiana y era tan de derechas como la viuda del coronel De España. Un día que pasé a visitar a mi madre, me las encontré hablando de política muy animadas: mamá le contaba todo lo bueno que había hecho el general Franco y ella contraatacaba alabando a Fujimori, que se le antojaba un gobernante providencial víctima de la envidia y los infundios.
Durante los meses de la pandemia he recordado con frecuencia la visita a las residencias y pensado en lo que nos espera a todos, si no nos quedamos antes por el camino. Como en una adaptación de Diario de la guerra del cerdo, la novela de Bioy Casares sobre la extremada saña con que una distópica sociedad argentina la toma con sus representantes de la tercera edad, Barcelona ha vivido una genuina masacre en los geriátricos. Más de 4000 ancianos la han diñado sin que, hasta la fecha, la Generalitat haya puesto en marcha una de esas comisiones que sí organizan cuando algo le interesa de verdad a su, digamos, presidente. Sé que la cosa ha sido similar en Madrid, pero este diario va sobre Barcelona y, por consiguiente, que cada palo aguante su vela. El desinterés con que se ha acogido el destino de toda esa gente que se supone que ya ha vivido y que lo mejor que puede hacer es dejar sitio libre ha sido público y notorio. Aquí se han pasado el juramento hipocrático por el arco de triunfo hasta ciertos médicos y alto cargos del departamento de Salud.
Fijémonos en el caso de la doctora Judit Roca, hasta hace nada jefa de atención primaria del CIS Cotxeres. Un geriátrico cercano, el Ballesol Fabra i Puig, pidió ayuda porque la situación se les estaba desmadrando y los viejos caían como moscas. La dirección del CIS dijo que ya tenían sus propios problemas y que contactaran con el Departamento de Salud de la Generalitat. A la doctora Roca le prohibieron ir a echar una mano, pero ella desobedeció la orden, reunió un equipo y se trasladó al geriátrico, donde se encontró una situación catastrófica, mezcla de dejadez, falta de personal cualificado y prácticas chapuceras. Se puso a la labor y parece que consiguió detener la curva ascendente de bajas en el geriátrico. En su lugar de trabajo habitual, la premiaron despidiéndola y la cosa está ahora en los tribunales.
Como de costumbre, lo que en principio era una buena idea -reunir a una serie de ancianos para que pasaran juntos sus últimos años en un entorno agradable y seguro- ha acabado siendo una pesadilla regentada en muchos casos por gente que solo piensa en la parte lucrativa del asunto, mientras los parientes aparcan al viejo molesto como si fuera un coche que ya no pita y se desentienden de sus problemas: ojos que no ven, corazón que no siente (si es que antes sentía algo). Lo que más me sorprende es que nadie se pare a pensar que puede acabar como uno de esos viejos aparcados en la residencia. No me lo explico: yo pienso en ello constantemente.