Thomas Platter nació en la Suiza de habla alemana el 1574. Pertenecía a una familia de médicos de Basilea y, siguiendo la tradición familiar, estudió Medicina en la prestigiosa Universidad de Montpellier. Aprovechando su estancia en la ciudad occitana, a lomos de cabalgaduras realizó un viaje por el Lenguadoc y Cataluña entre el 13 de enero y el 14 de marzo de 1599. Excelente latinista y buen conocedor de diversas lenguas (alemán, francés, castellano, catalán y occitano, entre otras), se interesó por la historia, las leyendas, el paisaje, la toponimia, las costumbres y la vida cotidiana de los lugares que visitó.
Platter, que viajaba acompañado por un amigo y un joven lacayo, describió con precisión y detalle todos los territorios que visitó, entre otros la ciudad de Barcelona, donde estuvo casi un mes, durante dos etapas: la primera del 28 de enero al 4 de febrero de 1599 y la segunda, pocos días después, del 8 al 27 de febrero, tras haber visitado el monasterio de Montserrat entre los días intermedios. Se alojó en ambas ocasiones en el Hostal del Buey.
Grandes son los elogios que Platter dedica a la ciudad condal, capital del condado de Cataluña, que fue creada por el capitán cartaginés Amilcar Barcino o Barca, del que tomaría su nombre, según cuenta el historiador Eusebio. En la ciudad abundan palacios suntuosos, propiedad de los nobles y señores. La Iglesia también posee un buen número de edificios (iglesias, residencias, etc.), entre los que destaca la catedral. La materia prima para la construcción de todos estos edificios la extraían los barceloneses de la montaña de Montjuïc, inmensa cantera de piedra, gracias a la cual también pudieron construir el puerto. Cabe decir que en el momento que Platter visita la ciudad estaban construyendo el nuevo puerto y pudo ver el desembarco de muchas galeras procedentes del extranjero, entre otras la del Gran Duque de Florencia.
UN GRAN BURDEL
El médico suizo recorrerá buena parte del casco antiguo, donde abundaban las iglesias y las calles más elegantes y comerciales de la ciudad, entre otras la de los orfebres, la de los sastres, la de los zapateros, la de los alfareros, etc. Todas ellas estaban pavimentadas con losas de piedra bien labradas y contaban con pozos negros y alcantarillas, que conducían tanto las aguas pluviales como las sucias hacia el mar.
Uno de los lugares que más le llamó la atención fue lo que él denomina “casa de las mujeres”, un gran burdel que ocupaba todo un callejón largo y estrecho, cerrado por una gran puerta. A ambos lados de este callejón, en la planta baja, había una serie de pequeñas habitaciones, unas cuarenta, que Platter compara con las celdas de un convento, en las que residían las prostitutas y donde ofrecían sus servicios. Las meretrices comían en una posada situada en el mismo callejón, a cuyo dueño le pagaban la pensión, mientras que al rey también debían pagarle los impuestos pertinentes. El callejón permanecía abierto todo el día y cada mujer estaba sentada frente al umbral de su habitáculo, cantando, tocando el laúd o charlando con sus compañeras. Todas ellas esperaban a los potenciales clientes, acomodadas en soberbios sillones y suntuosamente vestidas.
CONTRA LA REFORMA PROTESTANTE
Un personaje llamado el “rey” siempre merodeaba por el callejón, para comprobar que nadie iba a causar problemas a las prostitutas. En este sentido, Platter comenta que las órdenes policiales al respecto eran numerosas y que convenía respetarlas bajo duras penas, como por ejemplo la prohibición de llevar armas o cuchillos al entrar en este callejón. Para evitar contagios, afecciones o infecciones de los clientes, las prostitutas eran visitadas por un cirujano, siendo expulsadas de este gran burdel las que pudieran padecer alguna enfermedad contagiosa.
En Barcelona el oficio de prostituta no se consideraba un gran pecado y más si tenemos en cuenta que los predicadores no lanzaban el grito en el cielo al respecto, pues ellos eran algunos de los que frecuentaban el gran burdel, en palabras de Platter. No obstante, las busconas tenían a su servicio un sacerdote, que les daba misa y las confesaba. Todo con la intención de convertirlas, cosa que rara vez sucedía, excepto cuando eran viejas y feas, de manera que ya no podían ganarse la vida. Según el médico suizo, la gente pensaba que lugares como este callejón debían conservarse, para evitar pecados aún más graves y más teniendo en cuenta que los españoles eran unos calientes y muy propensos al vicio.
Durante la primera estancia en la ciudad condal, Platter tuvo ocasión de ver la procesión de la fiesta de la Candelaria, el 2 de febrero. Estaba protagonizada por sacerdotes y laicos, que llevaban innumerables velas de colores y formas extrañas, que al final del recorrido regalaron a las iglesias de la ciudad. Al llegar aquí el relato fija su atención en el edificio de la Inquisición, situado en las inmediaciones del palacio episcopal. Crítica abiertamente las prácticas del Santo Oficio, dejando ver las diferencias religiosas con el catolicismo imperante en una España que estaba luchando contra la introducción de las ideas de la Reforma protestante.
PRÉDICA EN LENGUA CATALANA
A la vuelta de su escapada a Montserrat, el 17 de febrero presenció la ejecución de un asesino. Platter describe con detalle las causas que condujeron al criminal al cadalso y su ajusticiamiento: desde el recorrido en carro por toda la ciudad y las torturas que sufrió, hasta su degollación por un verdugo y el sermón del cura que lo acompañó y confesó. Tras la prédica del sacerdote de casi una hora, realizada en lengua catalana, el verdugo cortó el cadáver en cuatro porciones que colgó en las cuatro esquinas del cadalso y, posteriormente, fueron expuestas en otros tantos barrios de la periferia de la ciudad.
Del 18 al 22 de febrero Platter fue testigo de los días claves de las fiestas de Carnaval, que duraron hasta el Miércoles de Ceniza. Las mascaradas se sucedieron durante todos estos días, tanto de día como de noche. Las mujeres aprovechaban el Carnaval para liberarse momentáneamente de la férrea vigilancia de sus celosos maridos. Los juerguistas, todos ellos disfrazados, llevaban bolsas llenas de naranjas, limones, manzanas y peras que utilizaban como proyectiles. También lanzaban huevos rellenos de líquidos odoríficos que eran peligrosos, pues podían ennegrecer o quemar los rostros.
El 27 de febrero Platter y sus acompañantes embarcaron en una nave, cuyo patrón era francés, rumbo a Palamós, a donde llegaron por la tarde después de navegar sesenta millas náuticas, es decir, unas veinte leguas terrestres. El 1 de marzo partió del puerto de Palamós hacia el Rosellón, llegando a Port Vendres al anochecer. Desde aquí emprendió viaje por vía terrestre camino de regreso a Montpellier.