Tres décadas han pasado desde la celebración de los Juegos Olímpicos en Barcelona e, inevitablemente, uno echa la vista atrás y recuerda cómo eran él mismo y su ciudad natal en aquellos tiempos. Y uno también se pregunta si las cosas han mejorado o empeorado en su ciudad y en su vida, aunque no llegue a grandes conclusiones, más allá de que uno y su ciudad son treinta años más viejos. Una de las cosas que más recuerdo es que en 1992 yo trabajaba para el diario El País y que me bastaba con escribir una docena de artículos al mes para vivir muy decentemente, mientras que ahora, para llegar a fin de mes (y conste que no me quejo, pues a veces me parece un milagro que todavía me dejen opinar a mi edad), me casco más de cuarenta (o han bajado los emolumentos o han subido los precios de todas las cosas o puede que una mezcla de ambos asuntos). También recuerdo que había una cierta euforia en Barcelona en torno a los Juegos Olímpicos, que, a mí, lo reconozco, no podían interesarme menos, dada mi escasa afición al deporte, ya intuida en la infancia, cuando me daba unos leñazos de cuidado cada vez que intentaba saltar el potro. Tenía una novia que me dejó dos años después y estaba a punto de publicar una novela con la que creí que me consagraría como escritor (aunque acabó pasando desapercibida). Los lazis ya daban la chapa, aunque no con la virulencia con que empezaron a hacerlo en 2012, cuando hacía como que presidía la Generalitat un inútil llamado Artur Mas del que ya no se acuerda casi nadie (solo el Estado, de vez en cuando, y para embargarle algo). Habían quedado atrás el underground y las revistas de comics y yo tenía la sensación de que el rock & roll empezaba a languidecer, pese a los esfuerzos del joven Beck, que aún no se había apuntado a la Cienciología. El alcalde de Barcelona era Pasqual Maragall y Ferran Mascarell aún se hacía pasar por socialista. Pasados los fastos deportivos, di las gracias (aunque no sé a quién) por las rondas y demás innovaciones urbanas y observé, complacido, cómo mi ciudad se hacía conocida en todo el mundo después de años y años en los que daba la impresión de que en Barcelona solo vivían los que ya habían nacido aquí.
BARCELONA, DE MODA
Poco después, Barcelona se puso de moda. Te ibas a Nueva York, decías que eras de aquí y se creaba a tu alrededor un silencio admirativo. Mi ciudad se llenaba de visitantes que la habían ignorado hasta entonces, iniciándose así la conversión, parece que hoy ya definitiva, de Barcelona en una mezcla de capital de un país imaginario y trampa para turistas (lo del Manhattan junto al mediterráneo con que soñábamos durante la transición algunos ilusos nunca llegó a materializarse). Con el paso del tiempo, observé dos cosas: el acoso lazi a una capital que siempre ha sido demasiado grande (y variada) para un país demasiado pequeño se incrementaba; y los alcaldes cada vez eran peores. Lo único que recuerdo de Joan Clos es su obsesión por invitar constantemente a la ciudad a Carlinhos Brown, un pelmazo brasileño que se suponía que era el no va más de la alegría y el despiporre (eso y su chiste de que, como anestesista, se había metido a alcalde para poder dormir a mucha gente a la vez). De Jordi Hereu, que parecía buen chico, recuerdo su referéndum sobre el tranvía por la Diagonal, que perdió, viéndose obligado a presentar la dimisión de un secuaz del ayuntamiento cuyo nombre he olvidado. Luego llegó el doctor Trias y Vidal de Llobatera, cuyo principal rasgo era una pronunciación deficiente del catalán y el castellano (ejemplo glorioso: quería decir Ens la juguem y se entendía Ens l´aixuguem).
Mientras la ciudad iba entrando en una larga decadencia en la que aún estamos metidos, el lazismo se extendía por doquier y, como en el caso de los alcaldes de mi querida ciudad, los presidentes de la Generalitat eran cada vez más lamentables: Mas era un cantamañanas y un fachenda, pero nos recordó a Albert Einstein cuando fue sustituido por Carles Puigdemont, quien, a su vez, casi dejó de parecernos un majadero cuando ocupó su lugar Quim Torra, aquella especie de eslabón perdido que ahora vive como Dios en Gerona, pero sigue echando su cuarto a espadas periódicamente por motivos que él considera patrióticos. Los comunes se hicieron con el ayuntamiento, y así hemos llegado a la situación actual, en la que los barceloneses vivimos atrapados en una pinza compuesta por los lazis, a un lado de la plaza de Sant Jaume, y la pandilla de analfabetos sobrados comandada por Ada Colau, en el otro.
30 AÑOS DESPUÉS
Treinta años después de los Juegos Olímpicos, echo la vista atrás y llego a la triste conclusión de que hemos empeorado notablemente con respecto a la ciudad que teníamos en 1992. Como capital de una nación milenaria (aunque sin estado), hemos hecho un ridículo internacional por culpa del prusés, acompañado de graves consecuencias económicas y sociales. Nos hemos apuntado a la gentrificación, como París, Londres o Nueva York, cobrando alquileres imposibles a los sufridos aspirantes a inquilinos, pero sin darles nada de lo que ofrecen París, Londres o Nueva York. Superada la pandemia, los guiris han vuelto en manada, movidos por la inercia, intuyo, ya que no sé muy bien qué les ofrecemos, aparte de paella, playa y algunos edificios de Gaudí. Social y culturalmente, Barcelona cada día pinta menos. Y en España hemos perdido cualquier crédito o respeto que nos quedara. Ah, y yo tengo que escribir más del triple de artículos mensuales que en 1992.
Me iría de aquí mañana mismo si supiera a donde, pero, como ya tengo una edad (o dos), he decidido reventar en mi ciudad natal, que se ha convertido ya en un barrio, el Eixample, y va camino de reducirse a unas pocas calles. Sí, tenía algunas ilusiones más en 1992, pero lo achaco al hecho de que entonces tenía 36 años y ahora, 66. A lo que hay que añadir que, en mi modesta opinión, desde el 92, lo hemos hecho casi todo con el culo. Puede que solo se trate de una impresión personal, pero no hay quien me la quite de la cabeza. Que tengan un buen día y un apacible fin de semana, pese a las reflexiones de este cenizo.